Ana Nodal de Arce

Me la juego

Ana Nodal de Arce


Los olvidados

05/10/2023

El 1 de octubre se celebra cada año el Día Internacional de las Personas Mayores, ese sufrido colectivo al que, en teoría, todos amamos, pero que, en la práctica, resulta prescindible, cuando no ignorado, en un mundo en el que priman las prisas, el éxito y la juventud. Los ancianos, esos protagonistas de campañas electorales y de imágenes entrañables que invitan a la ternura, son las víctimas de una sociedad deshumanizada y carente de empatía, no sólo por el auge de la tecnología, sino por el absoluto desprecio que reciben de instituciones tan poderosas como las administraciones, con sus incompresibles citas previas, o los bancos.
El progreso, no cabe duda, ha facilitado la vida a la mayoría de los mortales, quienes con internet y un teléfono móvil tienen el mundo en sus manos. Pero esas teclas, a veces peligrosas, que nos introducen en el universo, se han convertido en escollos insalvables para las generaciones que nos precedieron, para quienes contribuyeron a crear, sin alharacas, lo que ahora somos. No nos engañemos: nuestras conquistas tienen su origen en esos abuelos, en esos padres que consumieron sus horas y se partieron el lomo para dar un futuro mejor a sus hijos. ¿Les hemos respondido como merecían?
Mi padre era de los que iba al banco cada primero de mes a cobrar su pensión. Allí departía con el empleado, que le atendía tras un mostrador, y pasaba un ratito agradable poniendo al día su cartilla para evitar que un desliz hiciera menguar sus discretos ahorros. Se iba con su dinerito en efectivo, las anotaciones correspondientes en la libreta y una sensación de seguridad que se ha perdido. Pues bien, ese ritual que llevaba a cabo mi bendito padre ahora es prácticamente imposible para los mayores. Los bancos se van despersonalizando, cierran sucursales, fijan horas determinadas para atender a los clientes y les dirigen, sin ningún reparo, a ese cajero automático que constituye una férrea barrera para acceder a su propio dinero. ¡Lo que son las cosas!
Que todo ha cambiado, es obvio, pero que esa evolución no siempre ha sido positiva, no es menos cierto. Nos preocupan mucho los niños y los jóvenes, porque son nuestro futuro, nuestros amores incondicionales, a quienes queremos librar de todo mal, de esas dificultades que nosotros vencimos y que han forjado nuestro carácter. Pero en el camino hemos perdido la noción de que las raíces merecen ser mimadas. Ni olvidadas, ni recluidas, ni desamparadas. Los mayores fueron los grandes sacrificados de la pandemia, las víctimas más vulnerables, los que padecieron una cruel soledad que no llegaron a entender. ¿Y qué se ha hecho después para compensar tanto dolor? Nada. Es más, a veces preocupa más el bienestar animal que el de los ancianos. Muy duro.
En Toledo, a los mayores, se les hurtó ese maravilloso espacio del Hospitalito del Rey, sin ofrecerles nada a cambio. En la avenida de Barber desapareció el bar del hogar del jubilado, centro de día o como lo quieran denominar, en el que los ancianos echaban su partida de dominó, mientras tomaban su café o su carajillo. Y no ha pasado nada, tal vez porque ellos no están acostumbrados a reivindicar. Pero sus hijos y sus nietos, a quienes acunaron con un amor desbocado, tenemos la obligación de protegerles y honrarles. A ellos. Nuestros mayores. Los olvidados.