Miguel Ángel Sánchez

Querencias

Miguel Ángel Sánchez


El galeón de la calle Almagro

04/10/2019

Lo rescaté una noche de primavera en la calle Almagro de Madrid, junto a un contenedor. Lo vi al pasar, encallado en el arrecife de asfalto y bolsas. Quizá una brisa ligera moviera un segundo sus velas de corcho. Me paré, di la vuelta y fui a por él. Un barquito pequeño, de cuatro palos, perfecto, todo de corcho, diseñado para soportar tormentas y tempestades, lanzado a la basura, sin compasión ni lástima. Dos puentes, cañones, velamen perfecto. Sobre la cubierta piratas y marineros, quizá un barco rápido del Caribe, dedicado a hacer presa en Maracaibo o en aquellos territorios y mares que navegaba El Rayo del Corsario Negro. Quizá un galeón español, de los que daban fuego a los ingleses, o desaparecían sin dejar rastro bajo los huracanes del Atlántico.
De repente vi las batallas, los océanos surcados, las tempestades que el barco de corcho habría soportado. Allí detenido, pensé qué tormenta lo había llevado hasta aquella calle ancha y limpia de Madrid, la capital del mundo que más mares y océanos dominó. Los barcos también navegan cielos, y vientos, y quizá aterrizó desorientado, como las tortugas que se deslumbran y pierden el norte y el mar. Quizá alguien lo dejó en el contenedor como a esos paquetes de ropa doblada, o muebles de toda la vida, que nos da pena abandonar pero ahí dejamos como con pena y cuidado, esperando que alguien se fije en ellos y los recoja. O quizá lo hubiera abandonado un niño que de repente ha crecido, y ya no necesita galeones ni mares de juguete, porque piensa -iluso- que ya es dueño de la realidad.
No pude dejarlo allí. Me lo llevé. Y lo dejé en mi casa, en un pequeño estanque, mar de interior sin tempestades ni tormentas. No atacan los bucaneros, pero de anochecida bajan las torcaces a beber, como bombarderos de cercanías, lentas y seguras. Echan un buchito de agua, y vuelven a subir a los eucaliptos. De madrugada llegan ginetas y cárabos, los alcaravanes cantan como sirenas en mares antiguos, y llegan escuerzos y erizos. El galeón navega ese mar de interior como puede, a veces caen piñas enormes, cañonazos que lo hacen tambalearse. Pero nada puede con él. Los pinzones y mosquiteros se suben a los palos, como vigías que juegan entre el cimbrear del oleaje. La oropéndola no se atreve.
Y ahí está el galeón, encarando el otoño que ya asoma. Pronto caerán las hojas del álamo negro, de los melojos y moreras. Quizá añore océanos más recios que mi pobre charca. Quizá... Pero ahí está, altivo y dispuesto a la batalla. El galeón de la calle Almagro.