Miguel Ángel Sánchez

Querencias

Miguel Ángel Sánchez


Tabladillo

18/10/2019

Pla... pla.... pla.... El viento recorre las calles y menea las chapas que tapan la parte baja de las puertas de las casas. Es el único sonido que se escucha en el pueblo. Pla... pla.... pla... Un sonido seco, un martilleo, una sinfonía discordante, extraña, cada uno con su nota, fuerte, apagada, chirriante, metálica, ahogada, como si estuvieran llamado a su dueño, pidiendo que alguien abra puertas y ventanas, que recoja las hojas que se amontonan... No me acostumbro. Tabladillo, Alcarria, seis habitantes en 2017 según Wikipedia. Recorro las calles.. Me siento junto a la iglesia. Un gato me observa mientras escribo y consulto planos. Aire transparente. Respiro profundo, con ansia, agarrando la esencia de la tarde, de la lluvia recién caída, de la humedad que trepa desde el valle. Creo que escucho una conversación. No. No hay nadie. Quizá sí. Quizá sea el viento que sopla y empieza a meter miedo al verde lustroso de los quejigos de octubre. Esquilas de cabras. Pla... pla... pla... Pienso que cómo pueden dormir aquí por la noche con ese sonido, ametrallando la madrugada. Quizá ya no duerma nadie en Tabladillo, como en tantos pueblos. Pla... pla... pla...

Me he comprado algo en la gasolinera de Sacedón. Como rápido junto a las ruinas del monasterio de Monsalud en Córcoles. Subo hasta el territorio de los majanos, arriba, por el valle de Valdecolmenas, con sus posadas orientadas al mediodía. Paro arriba y me quedo un buen rato observando el cielo, viendo pasar nubes rápidas y espesas sobre los campos arados, lo majanos apelotonados, y los arrendajos que pasan y me observan un segundo para emboscarse de nuevo en su selva. Silencio. Sólo el viento que sopla desde poniente y arrastra una bruma fina de otoño. Quizá los corzos esperen emboscados. Me quedo observando el espacio, la luz, las nubes que flotan y que hacen que todo gire y gire.

Bajo por Casasana y Escamilla. Pareja es un mascarón de proa sobre la hilera de chopos principiando a amarillear sobre el arroyo de Ompolveda. Al fondo los esqueletos de hormigón de los hoteles que hace tres décadas se levantaron a orillas del Tajo, del embalse de Entrepeñas. Luz de tarde, luz de lluvia, perfecta. Un hombre mayor con mono azul recoge nueces junto a las ruinas de la Fábrica de aceite. Le saludo. La carretera está tapizada de nueces pequeñas que caen de los nogales, ramas arrancadas por el viento y piedras que ha arrastrado la lluvia y, de madrugada, venados y jabalíes. Valdeolivas, Castejón, Canalejas del Arroyo... kilómetros y kilómetros...

Se me ha hecho de noche de repente. No sé dónde estoy en este territorio inmenso del Guadiela. Las carreteras se convierten en caminos destrozados por los tractores. Alcohujate y Cañaveruelas, con Ercávica, deben quedar al oeste. Me paro. No hay estrellas. Ni horizonte. Silencio. Comienza a llover con fuerza. Sólo destellos de luz de las filas de aerogeneradores, fogonazos rojos, intermitentes. Estoy a su altura y giran con fuerza, con un zumbido metálico y amenazante. Dejo los mapas, ya no sirven. Mañana intentaré encontrarme. Apago las luces del coche, y salgo afuera, al viento, a la lluvia, a la noche. Y recuerdo el silencio del otoño de los pueblos que he cruzado. Y pienso que quizá alguien intente dormir en Tabladillo y no le deje el machaqueo de las chapas en las puertas. Quizá.