Miguel Ángel Sánchez

Querencias

Miguel Ángel Sánchez


La alegría

27/11/2020

A veces espero a última hora para escribir esta columna. La redacto, corrijo lo que la pantalla me subraya en rojo, y la envío al filo o más allá de las nueve de la noche. Mi amigo Ángel Monterrubio me decía hace unos días que escribía lo que pienso de verdad, lo que hago de verdad. No sé si será lo adecuado, pero es lo que hay, o lo que va saliendo en esta temporada triste y extraña, paisaje de penumbras en este tiempo de altas presiones, que soportamos como aguanta el caparazón de acero de un submarino en las profundidades oscuras del océano.
Es complicado estos días ver pasar la vida desde las ventanas de los bares. A veces busco el calor del atardecer del Kiosko Puente Romano, al otro lado del Tajo en Talavera, que es como decir ya en la Jara. Leo y escribo. Leo de las Hurdes y de los arquitectos y paisajes de medio siglo atrás. Libros en blanco y negro, con planos y mapas del tesoro. Recuerdo los viejos planos de Maestría, los primeros proyectos, la tinta negra, los rotring y el papel vegetal y el finlandés. Los procesos han cambiado. El mundo ya es otro. Pero compro los viejos libros que leí entonces, amarillos y con olor a olvido. No me hago a leer en una pantalla. Las letras se van, las ideas no se agarran a la cabeza como con el papel. Creo que hay algo en la alquimia de la tinta, en el olor a impresión, en la marcialidad de las hojas, en su brillo y textura que constituyen una especie de senda de iniciación.
Un fogonazo de sol. Terraza del Bar Toni. Calle Sombrerería. Talavera. Un rayo de sol entra oblicuo mientras me tomo un café solo con Miguel Ángel y Braulio, y me viene a dar sobre la cara, a resaltar los colores del grafiti, brillantes, burbujas que suben desde lo profundo hasta este cielo limpio de noviembre. La gente pasa, Talavera respira. A veces es difícil explicarse cómo. El engranaje de la vida chirría, como cuando sopla el primer soplo de viento sobre las aspas del molino. Pero cada mañana se pone en movimiento. Me voy. El sol incide sobre un grupo de parroquianos en el bar La Tertulia. Un sol limpio, que vibra, muy bajo y cálido. Los ojos me hacen verlo como si aún usara cámara analógica, y tuviera el Kodachrome 64 montado. Pero no llevo cámara, sólo ojos. Aun memoria. Y recuerdo en ese momento aquella tarde de junio fresco, hace ya unas cuantas décadas, cuando llegué en las Hurdes a El Gasco, después de subir todo el día de trepar por pistas forestales y caminos. Y el mismo sol, el mismo brillo, la misma luz perfecta sobre los ancianos que se arracimaban para atrapar el último rayo.
Las nueve. Pocas letras en rojo. Hora de acabar. A ver si llega.