Luis Miguel Romo Castañeda

Tribuna de opinión

Luis Miguel Romo Castañeda


Conspiración (y heroicidad) en Vega Baja de Toledo

24/11/2021

Con la caída de Roma a la vuelta de la esquina, los iracundos bárbaros del Rin y del Danubio traspasaron las fronteras del Imperio para pasarse por la bisectriz a todo hijo de vecino. Simplificando mucho podríamos decir que Occidente se iba a pique. La inoperancia de sus corrompidos emperadores hizo que Hispania, una de sus niñas mimadas por sus innumerables riquezas, cayera cuesta abajo y sin frenos. Nuestros caminos estaban saturados de suicidas con pistola y nuestros campos eran inseguros hasta para un agazapado conejo. Un auténtico polvorín que solo fue sofocado por unos tipos escandinavos (que siendo sinceros, no fueron tan bárbaros como los anteriores), ya que, lejos de ocasionar más caos, volvieron a dejar las tierras de Trajano y Adriano como los chorros del oro. Los visigodos, se hacían llamar, e iban conducidos por su avispado rey; un tal Leovigildo que no tuvo pelo alguno que envidiar a Carlomagno, y que nos convirtió en los más chulitos y molones de Europa, allá por el siglo VI. Porque, a ver, tuvimos los reyes más poderosos, las leyes más sólidas y la cultura más ejemplar de todo Occidente. Basta con ver cómo sus reyes llenaron Vega Baja de palacios, escuelas y hospitales. Y, como no podía ser menos, de basílicas y conventos que dieron a luz fichajes de primera división, entre ellos, Isidoro de Sevilla (Isidoro para los colegas), un Fernando Alonso de la época que sentaría las bases intelectuales de Europa y que escribió la primera enciclopedia de la humanidad. Aunque imaginarán que, tras el rey y su iglesia vinieron los ricachones de la Corte con sus Lamborghini; y tras ellos, cientos de comerciantes y artesanos llegados de las tierras más inhóspitas del Mediterráneo. Todo para que, paso a paso, los de Leovigildo erigieran, desde las afueras de Toledo, el primer reino hispano de la historia y construyeran, de sus piedras, los pilares de la civilización europea. Así que, imagínenselo ustedes. Vega Baja no sería creíble ni por Instagram stories.
Sin embargo, aquellos días de vino y rosas han quedado a años luz. Hoy nuestra ciudad se levanta con las peores de las resacas: sus líneas rojas avanzan, sus espectáculos de ignorancia proliferan y sus mareos de perdiz no cesan. Aquella corona dorada del Tajo que fue un soplo de esperanza frente al caos (y que ya se enfrentó a retos como el cambio climático, la integración de refugiados o los regionalismos), hoy no es más que un bebedero de patos mancillado hasta la extenuación por la especulación urbanística consentida durante décadas por chusma de todo símbolo. Algo que no ha tardado en llegar a oídos de los de Bruselas, quienes, hartos de tanto terminator de la ley, han decidido bajar a los avernos de Castilla para apretarnos las tuercas por esa grotesca y habitual costumbre española de quemarnos a lo bonzo. Nuestra repuesta ya podrán imaginársela: un compromiso administrativo que se está vendiendo como el bálsamo de Fierabrás pero que, lejos de curar los males actuales, impugna la erudición y al sentido común. Ya que, a pesar de lo que digan nuestras señorías de arriba y sus ovejas con pinganillo, no tiene fundamento alguno. Vende mercancía barata y rota. Y les explico por qué. A pesar del aparente mundo de colores que dibuja, es un acuerdo impreciso, vago y poco realista. Lejos de basarse en criterios técnicos, bajo mi modo de ver, impone verdades únicas que camuflan dogmas políticos. No hay más que leer su dichosa letra pequeña para darse cuenta de que excluye del juego zonas de extrema protección patrimonial, perpetúa edictos urbanísticos que hipersexualizan el hormigón y oculta bajo siete llaves la posibilidad de proyectar lo poco que dejen de Leovigildo como Parque Arqueológico y Centro Internacional de Estudios Visigodos. Una excelente jugada, burdamente copiada de El Príncipe de Maquiavelo, que vuelve a demostrar que en política la moral vale menos que un tubo de pasta de dientes, que el fin justifica sin ningún tipo de pudor los medios y que la mentira se impone a lo que antes se conseguía por la fuerza.
Lo que nos lleva al meollo de la cuestión. Si este acuerdo niega, de esa forma tan injustificable y salvaje, a la ciencia, ¿por qué nos hemos narcotizado ante su obsceno maquiavelismo? ¿Cómo hemos podido banalizar el mal de esta forma? Personalmente, creo que la empanada mental que llevamos no es obra del azar, sino una consecuencia y derivación del tan universalizado panem et circenses de Nerón y los suyos. Y es que a pesar de mi juventud, tengo la memoria histórica suficiente como para saber que siempre habrá quienes quieran manejarnos a su antojo y que los idiotas útiles no son una creación de ahora. Esta vieja táctica, acuñada por el satírico de Juvenal en los buenos tiempos del Imperio y que nada tiene que ver con doctrinas de derechas o izquierdas, suele ser ejecutada por políticos de casino y moqueta, vanguardia de los últimos césares. Ya me entienden. No porque beban martinis, trafiquen abrigos de dálmata, viajen a las Fiji y compren su propia guardia pretoriana con la mitad de nuestros ingresos, sino porque imponen el pensamiento único mientras nos distraen con propaganda de luces y resina, borrando nuestra memoria para hackear nuestra inteligencia. No hay más que ver cómo una gran mayoría de ciudadanos hemos renunciado a todo derecho y deber sobre Vega Baja para seguir viviendo en nuestro propio Show de Truman. Y cómo los chicos de veintitantos años (nuestra única esperanza de batalla), hoy parecen tamagotchis andantes con más intención de conocer las poliamorosas verbenas de las Islas de las Tontaciones, que el estoicismo de los Leovigildos o el saber de los Isidoros. Lo cual es alarmante. Porque no solo demuestra que esta estrategia sigue siendo igual de infalible que hace dos mil años, sino que nuestra moral es la misma desde que abandonamos la sabana africana, que cada segundo de nuestra historia es contemporáneo. Y que nos hemos encanallado ante una ambición y estupidez que destruye, aún mas si cabe, el código que permite interpretar y transformar la ya fanática, violenta e irracional Europa de las facciones.
Ahora bien, no hay más que leer Divergente como para saber que todo algoritmo tiene fallos en su sistema. Fallos de los que, en este caso, han emergido un puñado de ciudadanos que no están dispuestos a seguir tragando. O, mejor dicho, héroes que, sin conciencia de serlo, saben que Roma volverá a arder. Seguramente no les vean abrir los grandes medios de comunicación, pero simplemente por haber puesto pie contra el postureo cultureta de sofá para defender a Leovigildo con ese grado de integridad, autonomía e inteligencia, no solo merecen el orgullo de toda España y Europa, sino la vida eterna. Más concretamente, su cabecilla, el prestigioso geógrafo y profesor Antonio Zárate. Así que, sin relativizarlo: lo poco o mucho que se salve de esta histriónica tarta será gracias a estos héroes. Porque ellos, y nadie más que ellos, han motivado que este maquiavélico acuerdo pase ahora la lupa del Parlamento Europeo, aun a sabiendas del riesgo de ser hechos sacos de boxeo. Ignoro el resultado de todo esto. No es cierto que este mercado común de ideas al que llamamos Vega Baja vaya a acabar con nuestro mañana. Lo que sí puede desaparecer es el pensamiento crítico, la defensa de lo común, el sacrificio por las ideas y la búsqueda de la verdad que éste nos deja. Y con ello, la esperanza de una Europa mejor. Ojalá, por muy desigual que sea la lucha y mucha sea la pereza, haya más ciudadanos dispuestos a sumarse a sus filas. Pero me temo que, hasta que ese momento llegue, y como diría mi venerado Pérez-Reverte, ellos serán de los pocos que piensen como griegos, luchen como troyanos y mueran como romanos.

ARCHIVADO EN: Vega Baja, Toledo