Luis Miguel Romo Castañeda

Tribuna de opinión

Luis Miguel Romo Castañeda


¿Cuánto pensamiento crítico hay en nuestras vidas?

16/04/2024

Cuentan que, allá por el siglo XVIII, en tiempos de Casanova, un comerciante milanés se perdió en la brumosa noche de Venecia; lo que le hizo dirigirse a un gondolero para saber el camino a la posada. A lo que le respondió: «¿Qué camino prefiere, el más corto, o el más bello?» Lo cierto, querido lector, es que no puede haber mejor pregunta para unos tiempos que, por haber considerado las humanidades un estéril juego de la mente, nos están llevando por auténticos desfiladeros. El primero, la mentira: que falsea la realidad; especialmente, aquella que afirma que no existe la verdad. El segundo, la manipulación: que, por haber convertido nuestra capacidad de atención en Cásper, un constructo paranormal, explota nuestras debilidades psicológicas -haciéndonos primar emoción sobre razón- y nuestros sesgos cognitivos -obligándonos a priorizar el pensamiento rápido sobre el lento en situaciones donde deberíamos pensar detenidamente-. Y, el tercero, la confusión: que trastoca nuestra razón mediante todo tipo de falacias, desde las que emplean argumentos ilógicos hasta las que utilizan las emociones para fines perversos. Nuestro cuerpo nos avisa de ello, pero no tenemos tiempo y lo desoímos. Preferimos medicarlo; hasta el punto de autodestruirnos, hasta el punto de que hoy los jóvenes, a pesar de ser los «mejor preparados de la historia» para algunos wonderfulistas, hayamos convertido el suicidio en nuestra primera causa de muerte.
No nos engañemos. El posmodernismo nos está vendiendo un poblado chabolista como si fuera el Palatino de Roma. Evitarlo es lo que el pensamiento crítico persigue, pero ¿qué implica este concepto? Primero, suspender el juicio que tantas veces nos hace presas de supercherías, fábulas, rumores y teorías conspiratorias. Segundo, dudar de todo - «De omnibus dubitatum» dice Descartes- con tal de evitar el engaño de aduladores propios de la corte de Nerón que nos dicen lo que queremos oír o de institutrices de internados austriacos que nos imponen ideologías, propagandas y seguidismos. Pero, también dudar de las imágenes de nuestra propia caverna, que nos condenan al autoengaño. De ahí, la importancia del dicho del oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo». Y tercero, interpretar la realidad equilibrando razón y emoción. Así, podremos encaminarnos hacia la búsqueda de la verdad, caiga quien caiga. La posmodernidad hoy predica que no existen los hechos, sino las interpretaciones…pero la verdad existe. Y hay que combatir el relativismo que hoy la aniquila. Lógicamente, la práctica es conditio sine qua non para que estos pasos tengan efecto. Práctica para conversar con ideas y argumentos razonables. Es una pena ver personas, especialmente jóvenes, ofendidas por algo tan simple como refutar sus ideas, tanto como cancelar a su interlocutor por ser incapaces de entender que las ideas se debaten y las personas se respetan. Es una pena ver esta falta de implicación con el prójimo. Pero esto no es todo, la práctica también requiere de coherencia. Y nadie mejor que Diógenes de Sínope para enseñarnos el valor de hacer lo que se dice y vivir de lo que se piensa. En eso consiste la libertad de pensamiento: vivir a la intemperie de nuestras ideas. ¿Errando? Seguramente, pero con honra.  
El pensador crítico es un peregrino que aplica a su pensar un método -término procedente del griego methodos, «camino»- basado en ser prudente para definir el problema sin encasillar ni prejuzgar; diligente para buscar evidencias; honesto para cuestionar sus propios sesgos e instintos; y ordenado para intercambiar buenos argumentos. Y, sobre todo, ético: sus acciones siguen el intelectualismo moral de Sócrates, es decir, incluyen al prójimo. Camina con independencia, evaluando riesgos y asumiendo consecuencias. Eso sí, jamás sacrifica libertad por seguridad. Recordemos, busca la verdad. Por eso, no tiene inconveniente para hacer un alto en el camino y vaciar y reestructurar su mochila con nuevas ideas. Al fin y al cabo, peregrinar es volver al punto de partida sin ser el mismo. Y, precisamente, ese carácter peregrino -del latín peregre, «el que viaja al extranjero»- le hace interpretar la realidad desde la apertura, transitando a otros puntos de vista que le ayuden a mejorar el mundo. Por eso, su fragua es la escuela helenística, la de Alejandro Magno. Aquel alumno aristotélico que hizo de Oriente y Occidente la antorcha de su imperio; un imperio que le reverenció por donde pasó. Precisamente, por no ser un progresista que negara el pasado ni un conservador que rechazara el futuro, sino un humanista que renovó lo mejor del ayer mediante un constante renacimiento. Por eso, la civilización no va de lo viejo ni de lo nuevo, sino de lo bueno. Y por eso, crítico proviene del griego Krinein, que significa «discernir lo bueno de lo malo». 
Ignoro el destino de nuestra polis, pero la pregunta es qué podemos salvar ahora. Y eso implica responder al gondolero qué camino recorrer. Si optamos por el corto: caminar será un medio para un fin y el modo en el que lo hagamos será irrelevante con tal de llegar a la posada. Podremos hacerlo solos, pero la ligereza de equipaje la pagaremos con un pensamiento arbitrario, parcializado, desinformado y prejuiciado. Y, por ende, con una ciudad más egoísta, menos democrática, más agitada y menos virtuosa. Si, por el contrario, queremos formar nuestra propia identidad respondiendo a estímulos peregrinos en este hoy que reduce todo a lo igual, eligiéremos el camino bello; pues, por homérica que parezca su travesía, encarnaremos el ideal alejandrino, siendo conscientes de que la educación no es un cortijo, sino un templo que debe hacer frente a la mentira, manipulación y confusión; y que ésta solo es educación cuando es humanista, cuando es paideia. Porque solo ésta es capaz de garantizar que la belleza tenga más transeúntes que la rapidez, haciéndonos caer rendidos a los pies de lo más puro de nuestro ser: el pensamiento crítico.

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