Luis Miguel Romo Castañeda

Tribuna de opinión

Luis Miguel Romo Castañeda


Apología del autogobierno

13/09/2022

«Mi madre dice que es un arte poder entenderse a uno mismo», afirma la joven Trix Prior en la saga Divergente de Verónica Roth. Y es cierto, el humanismo, el conocimiento de lo humano, es el arte que garantiza que los jóvenes podamos comprendernos, encaminando nuestro futuro con un puente del que recoger todo lo bueno que la humanidad ha conquistado. El arte que nos prepara para la vida, para interpretar y transformar la realidad: fomentando la generosidad y la indiferencia ante el dinero, impulsando el coraje y el desprecio por el peligro, defendiendo el amor al prójimo y la abnegación. El arte que nos garantiza el deseo de ser y saber, del modo que Kant entendió la Ilustración: desguazando cualquier manipulación posible y desarrollando la suficiente independencia de juicio como para permanecer «solo ante el peligro». El arte que nos une y engrandece, como una dovela a su arco.
¿Saben por qué Jano, el dios de las dos caras, protegía Roma? Porque su tez más anciana miraba al pasado, mientras que la joven al futuro. Porque juventud es eso: futuro. Porque los jóvenes soñamos con nuestra futura polis. Yo lo hago con una ciudadanía que, desde su juventud, esté más sostenida en el altruismo, la solidaridad y el coraje. Numerosos psicólogos evolucionistas y arqueólogos han demostrado que el bien tiene semillas innatas en nosotros, y que podemos ser ese platónico auriga capaz de redirigir sus peores instintos. Que cuando arriesgamos nuestra vida por salvar a otro de arrojarse a las vías del metro, lo hacemos porque nos sale de las entrañas. Sin embargo, nuestra biología necesita retroalimentarse de cultura, y viceversa. 'Cultura' proviene del latín colere (cultivo), que implica que esas semillas sean cultivadas. Einstein decía que el cerebro es como el paracaídas, que funciona mejor cuando está abierto. Por eso, su cultivo necesita regarse de la hoy tan necesaria dialéctica socrática. Porque solo creceremos si desde jóvenes buscamos, reflexionamos y debatimos ideas de todo pelaje, para abandonar o buscar nuevos pies que sustenten las nuestras. Ideas a las que no debemos poner barreras, acomodándolas, como hoy hacemos, a una parcela especializada de conocimiento, sin traspasar, como denunció Ortega y Gasset, los límites de las disciplinas. Esto es buen abono.  Y el buen abono asegura que los jóvenes el día de mañana veamos más realidad que la de la última moda que 'solo sabe que lo sabe todo'. Que no presumamos de 'ser los mismos de siempre', como si la vida sin nuevas ideas deba admirarse. Y que no desacreditemos a alguien por su pasado, porque, como diría el estoico de Marco Aurelio: «la vida si es algo, es evolución». Por tanto, el saber es cultivo. Y renunciar al mismo, es renunciar al tallo, a la libertad. Eso sí, libertad no es satisfacer nuestros deseos ni ir por la vida 'sin restricciones', sino alcanzar el autogobierno -enkratia para Sócrates-. Quizás Harry Potter sea el mejor ejemplo para comprobar cómo la libertad garantiza la madurez efectiva del joven, al ayudarle, gracias a referentes a los que admirar -desde Albus Dumbledore hasta Antonio Zárate-, a defender su dignidad y rechazar coacciones. Asumir deberes y rendir cuentas de sus actos. Conocer y doblegar sus fobias, complejos e impulsos, así como saber quién es. Al ayudarle a que florezca, mediante ese autogobierno, el honor.
«¿Cuánta verdad soporta un espíritu?», se preguntó Nietzsche. Pues han sido y son muchos los enemigos del autogobierno. Y la distancia entre los jóvenes y la labor agrícola que lo garantiza es cada vez más patente en cualquier latitud. Cuando arrinconamos la filosofía, la literatura, la historia, el arte o lenguas como las clásicas en educación, o reducimos la aportación de la cultura al plano económico, demostramos no tener autogobierno alguno. Y lo que procede es el agrietado de nuestras sociedades libres, empezando por abajo. Cuando los jóvenes hoy olvidamos espíritus como el de Miguel Ángel Buonarroti y nos subimos al tan concurrido tren de la autocensura –castrando nuestras ideas, sin someterlas a diálogo, por miedo al ostracismo-, demostramos ingobernabilidad. Cuando somos incapaces de ver que los derechos emanan de los deberes, y que para exigir primero hay que ofrecer, demostramos ingobernabilidad. Cuando evitamos el riesgo, como consecuencia de una protección mal aportada, demostramos ingobernabilidad. Cuando nos entregamos al vicio, porno, botellón, juego..., o a atracones de series o redes sociales hasta perder la conciencia temporal, demostramos ingobernabilidad. Cuando nos hacemos de menos, estimándonos menos de lo justo, por muy bien visto que esté, demostramos ingobernabilidad. Cuando anteponemos el éxito a nuestra vocación, dejándonos llevar por las tasas de paro juvenil, demostramos ingobernabilidad.
Y cuando esas semillas se han descuidado, y la ingobernabilidad campa a sus anchas, perdemos lo que jamás deberíamos perder los jóvenes: la capacidad de despertar al héroe que llevamos dentro. Nos quedamos como Ícaros, con alas de cera, ante un mundo que, desprovisto de pasado y aterrorizado por su futuro, vive en un presente histérico con tasas de depresión y suicidio disparadas. Un presente cuya única moneda de cambio es la impaciencia y que condena a sus ciudadanos, bajo podas de hiperinformación, productividad e hiperconsumo, a ser maleza amarillenta, uniforme y seca. Tal vez, como afirmaría Churchill, estar eligiendo el deshonor puede llevarnos a la guerra. Pero como escribió Oscar Wilde en Lord Darling: «estamos todos atrapados en la misma alcantarilla, pero algunos miramos hacia las estrellas». Y tal vez por eso debamos evitar los autoengaños y no condenar el humanismo a los muros de un gineceo, sino seguir el ejemplo de cualquier sabio de la Hélade: exteriorizarlo a cualquier aula, plaza, trabajo, mercado o bar. Porque la libertad no debe ser leída, sino ejercida. Porque lo contrario al autogobierno, no solo es la renuncia del joven a su comprensión, sino a una ciudadanía honorable y virtuosa. Y, por ende, a una polis y res publica mejor.