Se trató el asunto como si fuera una asignatura pendiente el reconocimiento del pluralismo lingüístico del Estado español, como si el país estuviera enfermo de ira contra el uso de las lenguas vernáculas. Pero véase cómo, a pesar de los pesares, el babelismo se ha instalado sin ira en el Congreso. De ello se infiere que era innecesario el sobreactuado canto a la diversidad lingüística y territorial interpretado este martes en el Congreso de los Diputados por quienes apoyaron la vía rápida al uso de las distintas lenguas peninsulares en la Cámara Baja. Innecesario y poco creíble.
No digo que sea reprobable el canto a la diversidad. No puede serlo cuando la diversidad está normalizada en la vida cotidiana de los españoles y aquí nadie se escandaliza porque cada quién, vasco, catalán, castellano, leonés o gallego, use libremente cualquiera de esas lenguas. Cada una de ellas, tan española como la que más. No, no, el problema no es ese.
Lo reprobable es tratar de esconder una mercancía política -tóxica, a mi juicio- en un enardecido elogio de la España diversa en la que los ciudadanos se reconocen con naturalidad. No es el amor a la diversidad. Es la solución urgente, apremiante, al estado de necesidad de un líder político dispuesto a buscar debajo de las piedras, al precio que sea, los votos que le hacen falta para seguir en la Moncloa.
Mercancía tóxica donde las haya, insisto. Y eso hay que reprocharle al impulsor de la iniciativa legislativa. O sea, el PSOE. Y no precisamente a los beneficiarios de la misma, los independentistas, a quienes hay que agradecer su sinceridad: "Queremos usar nuestra lengua no para decir lo que queremos sino para expresar lo que somos".
Así habló el portavoz de ERC, Gabriel Rufián, y así lo clavetearon el resto de los portavoces del nacionalismo periférico de base parlamentaria. También Carles Puigdemont, el prófugo de Waterloo, se sumó a la fiesta (paso adelante del independentismo) con el público reconocimiento de que Sánchez y alrededores hacen lo posible por complacerle. Gracias por la franqueza. La carga de la prueba recae sobre quienes hacen lo posible por complacerle, al precio de tomar por idiotas a los españoles, sabedores de que anteayer -es un decir- el PSOE había rechazado el uso de las lenguas autonómicas en el Congreso.
Es evidente que, solo unos meses después, la iniciativa legislativa del PSOE no responde a una convicción acreditada previamente sino al precio de un favor político. Y sus dirigentes ni siquiera se han molestado en rebatir con fundamento ese reproche. Ni aquel otro que considera innecesario el uso de diversas lenguas cuando se dispone de un idioma común para entenderse en el templo de la palabra, sede de la soberanía nacional única y no diversa.