Todas las mañanas se plantaba a primera hora en la puerta del taller de motos de Vitorio, en la Portiña de San Miguel, y esperaba apoyado en el tronco de una acacia a que llegara el inconmensurable mecánico encaramado en su impecable BMW azul. A partir de ese momento seguía atentamente con la mirada todas y cada una de sus evoluciones, siempre desde el exterior, sin traspasar la puerta del oscuro local. Vitorio, acostumbrado ya a su cotidiana presencia, lo trataba con paciencia y cariño, a veces, mientras trabajaba sentado en la banqueta, describía en voz alta, dirigiéndose a él, los pormenores del montaje de las piezas de un motor destripado y al chico se le iluminaban los ojos y sonreía, pero en cuanto le miraba a la cara bajaba la vista, avergonzado, hasta dar con la punta deshilachada de sus zapatillas de lona.
Después pasaba por la tienda de Los Mieleros, en la cercana plaza de la Cruz Verde, donde se fundían en sugerente mixtura el aroma de los ultramarinos, el tufo del albañal y la colonia barata de las mujeres que acudían a la compra, allí recogía algunas cajas, banastas descompuestas o botes vacíos y, cargado con ellos, ponía rumbo hacía la huerta de la Bomba. La vieja alberca redonda era su refugio y zona preferida, en ella atesoraba trastos inservibles y recipientes de toda clase y condición que colocaba minuciosamente y tapaba con cartones y sacos de plástico, encaramado en su estructura daba interminables vueltas haciendo el avión con los brazos extendidos y ruido de cuatrimotor. Si alguien le llamaba la atención o se burlaba, saltaba dentro del brocal del pozo cegado y acurrucado y en silencio aguantaba hasta que cesaban las imprecaciones o las chanzas. Pescaba renacuajos con gran habilidad utilizando media botella de Gior atada a un palo en el arroyo de la Portiña, junto a la vía del tren, los metía en botellas de cristal que llenaba con agua del manantial de La Resinera, los colocaba en un cestillo metálico de leche concentrada de la ILTA que luego arrastraba atado a una cuerda con estrepitoso tintineo por Mesones arriba, Carnicerías abajo hasta llegar al Tajo donde soltaba la preciada carga. Durante las Navidades abandonaba sus actividades rutinarias y solamente paseaba orgulloso por toda la ciudad una enorme zambomba que nunca le vi tocar.