Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Felicidad y abundancia

04/06/2023

Converso un buen rato con mi vecino, un hombre satisfecho, honrado, trabajador, entrado ya en la cincuentena, que, con su esfuerzo y su inteligencia, se ha hecho con un pequeño imperio del que, orgulloso pero sin petulancias ni alharacas, se jacta. Le sobra de todo y vive los días en su plenitud. No echa de menos la cultura, ni los libros, ni los museos. Su gran pasión: coger su flamante moto y recorrer el mundo. Sí le preocupan, aunque no en demasía, sus dos hijas, que han alcanzado esa peligrosa edad de elegir su futuro. En son de broma, le recuerdo la célebre frase de Cela cuando, con ocho o diez años, le preguntaron qué quería ser de mayor, y él, con grandísimo enojo, protestó: «No quiero ser nada, ni médico, ni ingeniero, ni misionero; nada. Ni siquiera quiero ser mayor».
Mi vecino sonríe, pero, en seguida se pone serio y vuelve a la carga: «Me da igual lo que hagan; lo único que quiero es tenerlas junto a mí siempre; seguir formando una piña con la familia». Le suelto la matraca de que lo mejor es que conozcan mundo, que hagan una carrera universitaria; cosa que él lamenta no haber hecho. Salen a colación medicina, enfermería, farmacia, pero él, con gesto contrito, me dice que no dan la nota exigible, que, aunque siempre han sido buenas alumnas, se limitan a estudiar lo imprescindible, de manera que, aunque nunca suspenden, rara vez pasan del aprobado raspado. Y, acto seguido, suspira: «Es lo que tiene vivir en la abundancia. Desde pequeñas les dimos lo que querían para que no les ocurriera como a nosotros».
Su gesto, abriendo los brazos, lo dice todo. La generación de la abundancia, frente a la generación de la escasez, de la privación y hasta de la penuria. La generación del todo, frente a la generación de la nada. Callo. Nos despedimos cordialmente. Pero conforme me alejo pienso, en efecto, en esa proliferación de la materia en la que vivimos anegados actualmente, ya no sólo los jóvenes, sino todos, sin excepción. Esos supermercados donde hay de todo y en cantidades industriales. Esos grandes almacenes donde la gente disfruta a lo bestia, comprando o no. En las grandes ciudades, las familias pasan allí sus horas de asueto, como antaño hacían en los templos. Todos en busca del Grial en forma de ganga; todos satisfechos y 'felices' con las bolsas repletas de artículos de toda índole.
Hace algún tiempo leí que doña Sofía, la reina emérita (mejor la reina madre), sabedora desde muy poco después de llegar a España con don Juan Carlos de que éste no sentía nada por ella y únicamente pretendía  utilizarla para la progenie, asumió plenamente su rol de 'reina cornuda' (epíteto con el que la conocían en las diversas cortes europeas) y se refugió en sus hijos. Y, a medida que se independizaron y se vio sola y burlada, buscó el consuelo en las grandes boutiques de Oxford Street en Londres, o en las muy selectas de Palma, hasta el punto de gastar su asignación mensual ampliamente, comprando sin cesar ropa y cuanto le sale al paso, y llegando a palacio cargada de bolsas que luego ni se preocupa de abrir. 
En la medida que disminuye la sólida creencia en lo trascendente, la gente se aferra más y más a los vanos placeres –adquisición de bienes, de cosas, de prendas (observen, si no me creen, el rostro de los que se abren paso entre la masa al abrir las puertas los grandes almacenes el primer día de rebajas), sin olvidar, claro está, el sexo–, Se trata, cómo no, de exprimir el limón de la existencia, de tal modo que, al morir, sean muchos los que exclamen: «¡Que le quiten lo bailao!» Nada que objetar al respecto. Eso de relegar la felicidad al otro mundo pudiéndolo hacerlo aquí y ahora, es absolutamente humano. Lo que no lo es tanto, como muy bien decía ese sabio epicúreo que fuera Eduardo Punset, es  conformarse con atisbos de felicidad que, al cabo, como decía Jorge Manrique, dan dolor, y no aspirar a algo más sólido y duradero, como mantenía este catalán universal: «Para que la felicidad perdure más allá de un instante, es preciso que sea fruto no sólo del placer, sino también del sentido o significado que da a la vida un compromiso. Es justamente esto lo que produce el flujo que desemboca en la felicidad».