Francisco Javier Díaz Revorio

El Miradero

Francisco Javier Díaz Revorio


Lo juro por Snoopy

24/05/2019

Uno de mis primeros trabajos jurídicos, escrito hace ya más tiempo del que me gustaría reconocer, versaba sobre la exigencia de juramento o promesa de acatamiento a la Constitución. La jurisprudencia en la materia, que básicamente sigue hoy vigente, se sintetiza en dos ideas: 1) esa exigencia no es inconstitucional, pues no añade nada a una obligación que deriva directamente de la Constitución, y que es acatarla; 2) la libertad ideológica permite acompañar a la fórmula del juramento o promesa algún tipo de comentario explicativo, siempre que no condicione el sentido del acatamiento, y tal sería el caso de la coletilla «por imperativo legal», fórmula que a pesar de su sentido político, no supone un condicionamiento, y por tanto es válida. Visto lo visto en los últimos tiempos, me gustaría añadir alguna reflexión.

En primer lugar, el Tribunal Constitucional no dijo que sirviera cualquier fórmula, sino solamente aquellas explicaciones no condicionantes. No estoy para nada seguro de que todas las fórmulas que hemos escuchado esta semana cumplan ese requisito. Por ejemplo, jurar o prometer «por el mandato del 1 de octubre» implica colocar por encima de la Constitución un acto manifiestamente inconstitucional, como coartada para incumplir la propia norma fundamental (y creo que para llegar a esta conclusión no hace falta ningún tipo de intención torticera o retorcimiento interpretativo). En segundo lugar, aun siendo de alabar la intención garantista que llevó al Tribunal Constitucional a establecer ese criterio jurisprudencial, me parece que el espectáculo circense y ridículo en que se ha convertido la manifestación del acatamiento (ya solo falta que alguien ‘jure por Snoopy’) debería evitarse en el futuro, porque si algún sentido tiene el juramento o promesa es el de constituir un acto formal y solemne, que iguala a las muy diferentes opciones políticas en un único punto: todas tienen que (no es opcional) aceptar la Constitución como marco, o al menos como punto de partida. Lo que ahora tenemos es un acto carente de toda formalidad, un mero conjunto de chascarrillos. Así que solo veo dos opciones: o suprimir por completo el requisito de la expresión formal (que no es una exigencia que imponga la Constitución), o, para cumplir con la jurisprudencia sin perder la formalidad del acto, imponer una única fórmula en la expresión oral (con la obvia alternativa entre jurar y prometer), permitiendo que por escrito se expresen las explicaciones, siempre, desde luego, que en ellas no haya ningún condicionamiento al sentido del acatamiento, lo que, en caso de conflicto, deberán decidir en primer lugar los órganos rectores de la cámara, y en último término el propio Tribunal Constitucional.