No deja de ser irónico que en una época donde el relativismo moral campa a sus anchas, nos hayamos transformado en seres que exigimos una perfección en la conducción humana que supera a nuestra naturaleza. Vivimos un momento donde la biología es un concepto discutible y dicha regresión nos devuelve a la penumbra.
Algún despistado puede pensar que la pobreza de América latina tiene que ver con los conquistadores o la religión católica. Otros pensarán que la orografía y el clima impidieron replicar el éxito de Estados Unidos y Canadá. Basta con observar el devenir de Argentina en el último siglo para comprender que la idea es absurda y que los indígenas de la zona harían bien en darse un paseo por las reservas indias del coloso estadounidense; puede que hasta encuentren algún indio.
La prosperidad necesita varios elementos y no es complicado encontrar literatura al respecto. Con cinco o seis libros se tiene alguna noción general de los ingredientes necesarios. Lo único criticable de esos expertos es la ausencia de una reflexión más amplia de la condición humana y sus motivaciones.
Las naciones no son prósperas por poseer características físicas específicas, sino porque permiten aflorar libremente el capital humano. Esta peculiaridad explica por qué múltiples soluciones racionales fracasan en su ejecución al ignorar al individuo y sus anhelos.
La envidia corroe la propiedad privada y erosiona la herencia como institución. El hedonismo sale siempre victorioso contra el sacrificio personal y el afán de superación. Los derechos se imponen sobre las obligaciones, hasta que al final, nadie se siente obligado a nada. Resulta revelador cuánta gente cumple la ley por el castigo y no por el mal ocasionado.
La soberbia intelectual nos impide ver las nefastas consecuencias de decisiones que el tiempo ha demostrado erróneas. Hay muchas cosas que no funcionaron en la Unión Soviética, pero basta con reconocer que el comunismo era económicamente insostenible y ecológicamente criminal.
Si tuviéramos que apostar qué mal desterrar en la organización social, me decantaría por el cesarismo o el personalismo. Me da igual la ideología o la motivación inicial, pero una sociedad debe resistirse a que un individuo tenga todo el poder. Esa deriva siempre acaba mal, porque el poder corrompe y los atajos aparecen. Las democracias distribuyen el liderazgo y fuerzan los equilibrios. Nadie es tan bueno, honesto y justo. Es muy probable que Emmanuel Macron no coincida con lo escrito.