Camilo José Cela

Antonio Pérez Henares
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El mejor agente publicitario de sí mismo

Camilo José Cela recibió el Premio Nobel de Literatura en 1989. - Foto: EFE

Con don Camilo tuve cierto roce, muy poco, pero no trajo el cariño sino lo contrario. Literariamente le tenía fuerte aprecio por el Viaje a la Alcarria y La colmena, algo menos por La familia de Pascual Duarte; escaso por otras medio de encargo como La Cátira, cuando se arrecogió a los favores del dictador venezolano Pérez Jiménez; ninguno por las últimas, como el enjuague de La cruz de San Andrés, y verdadero menosprecio a sus artículos periodísticos, que me parecieron siempre verdaderos bodrios. Desde joven he pensado, y ahora más todavía, que el merecedor del Nobel era Miguel Delibes, a quien siempre he admirado en obra y persona y tenido como referente. Si alguna vez alguien ha considerado que alguna de mis obras tenía leve aroma de las suyas, lo he tomado como el mayor de los elogios y he considerado desdicha el no haber podido tener con el maestro vallisoletano apenas ningún contacto.

En lo personal, con Cela sí tuve alguno, aunque leve, por mis raíces, querencias y amistades alcarreñas, algunas de su círculo más íntimo durante el tiempo que posó por nuestra tierra. Pero tan solo sirvió para que mi desagrado hacia sus comportamientos se acrecentara y que por su lado en alguna ocasión manifestara, ante algún entonces amigo que me negó sin dudarlo, algún enfado contra mi humilde persona. Poca cosa, alguna mala palabra de quien espanta con disgusto a una moscarda. Mas no me consideró nunca pero le cabreaba que en los periódicos locales fuera el único que no riera sus eructos y criticara sus modos y formas trinconas y caciquiles, que llegaron al clímax cuando, ya casado con Marina Castaño, hizo allí corte y hasta consiguió que hicieran a esta consejera de la Caja de Ahorros de Guadalajara. Parece que también tuvo que ver el que, a medias o a tercias, se me achacara haber tenido algo que ver con el mote de Mercante con el que se la mentaba, y no solo por ávida dólar sino por su anterior matrimonio y maternidad con un marino, compañero de fatigas atlánticas y gallegas de alguien muy próximo a mí por aquel entonces.

De Cela siempre me produjeron rechazo sus mostrencas actitudes y sus aún más oscuros hechos. Sabía, y aún tengo en mi poder, el documento que acredita su oferta a las autoridades franquistas de ir aún más lejos en su misión censora, que llegó a ejercer, y pasar a la de delator y chivato de su policía represiva en los años inmediatos a la guerra civil, de sus compañeros literatos que pudieran no ser afectos al régimen. Hubo y tuvo suerte en que no consideraran el ofrecimiento. Parecida jugada la volvió a protagonizar en los años finales de la dictadura cuando señaló arteramente, tras aparentar acercarse a ellos, a un nutrido grupo de intelectuales que en creciente número se posicionaban contra ella y preparaban un manifiesto en esta línea. Entre ellos estaba don Antonio Buero Vallejo, cuya biografía fui a escribir yo años después y que, tras reconocerme el asunto, está grabado, me pidió en aras a la reconciliación y el nuevo tiempo que se abría de democracia y libertad, descartara aquel episodio, cosa que hice, atendiendo a sus deseos y razones.

Sí que le debo y le reconozco a Cela que accediera a darme una de las primérisimas entrevistas, la puntera en la radio, que otorgó tras conocerse la noticia de su Nobel. Al enterarme de la noticia y andar por las alcarrias, supuse dónde podría encontrarlo: en el molino en que este sí que buen e ingenioso amigo, amén de gran poeta, Francisco García Marquina, no hace mucho fallecido, Paco el de las truchas, pues era biólogo de oficio y se dedicaba a criarlas, vivía a las orillas del Ungria a su paso por Caspueñas. Cela, al comienzo de sus amores con Marina, se había refugiado allí con ella, tras dejar plantada a su legítima durante 46 años, doña Rosario Conde, en Mallorca. Me dio el barrunto, tiré hacia el molino  y me lo encontré de merienda de celebración. Conseguí arrancarle un puñado de respuestas y me fui todo lo rápido que pude a hacerlas llegar a la cadena SER, donde entonces trabajaba, y Manuel Campo Vidal las puso en el aire en 24 horas, el programa que entonces dirigía.

Camilo fue premiado y agasajado en vida con todos los galardones imaginables. No solo no les hacía ascos sino que los buscaba. A su estilo y manera los rondaba, aunque fuera mediante exabruptos y haciendo como que los rechazaba. En Guadalajara acentuó, del brazo de Marina, esa cualidad de su persona. Siempre fue muy hábil en sus telarañas propagandísticas y el mayor influencer, que se dice ahora, de aquella época en todos los territorios culturales y también en los que poco o nada tenían que ver con ellos. A todo sacaba buen provecho. En pecunio y en imagen, como aquel estrambótico segundo viaje alcarreño con choferesa negra incluida. Era un fenómeno como agente de sí mismo. Todas y cada una de sus apariciones públicas eran grandes spots publicitarios. Su Nobel fue la gran prueba de lo lejos y bien que llegaban sus tentáculos.

Me sigue gustando mucho La Colmena y le agradezco de corazón que escribiera Viaje a la Alcarria.

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