Pelahustán en su laberinto: el luto que no cesa

J.Moreno
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El pequeño municipio serrano revive el asesinato de Ramiro Ludeña, el misionero tiroteado hace 15 años en Brasil. Había salvado de la miseria a muchos niños. Un adolescente lo mató en un atraco

Pelahustán en su laberinto: el luto que no cesa

Ramiro, Javi y Luis, los hermanos de Belén Sánchez Moreno, aguardaban descompuestos junto a la entrada de la iglesia de San Andrés Apóstol. Era el 10 de octubre de 2023. Unas 72 horas antes, la Guardia Civil había localizado el cadáver de la mujer en un camino. Homicidio. Y en un lapso trepidante, los agentes habían detenido ya a Fernando, un vecino, como el autor del crimen. Los pelacucos convivían ese 10 de octubre con el espanto y esperaban el féretro en la plaza del Padre Ramiro Ludeña, dedicada a un sacerdote local asesinado a tiros en Brasil. Hace ahora 15 años.

Este adormecido pueblo de 300 vecinos carga con la muerte por homicidio de dos vecinos sobresalientes. Junto al Ayuntamiento y a 150 metros de la casa del presunto verdugo, Belén regentaba el bar 'La Boyería', cerrado desde el crimen, con esa atención presta y esa entrega para desvivirse por todos sus vecinos. Unas virtudes compartidas con su paisano Ramiro, asesinado a los 64 años.

El sacerdote bregó durante más de 30 años con la pobreza y la marginalidad de Recife, en el estado brasileño de Pernambuco. Allí se estrenó como misionero un treinteañero que descubrió tardíamente su vocación. Agricultor y ganadero en Pelahustán, ya era bien adulto cuando ingresó en el seminario. Como salesiano, acabó destinado como salvador de la miseria en el país sudamericano, su único destino. «Se hizo brasileño. Si hasta apoyaba a Brasil en el fútbol. Decía que era el mejor equipo», revive Miguel Ángel Ludeña de aquella infancia fascinada con su tío. El hermano de su padre.

Como una Ítaca moderna, Ramiro armaba cada año la maleta para regresar a Pelahustán. Unos días sólo. Durante su primera década en Brasil, el misionero renunció a su pueblo y se entregó a 'Movimiento de Apoio aos Meninos de Rua', la organización levantada por él para guiar hacia la luz a unos niños abandonados como perros. Como Gustavito, ese pequeñín de 5 años que vagaba sin rumbo por las calles de Recife.

Ramiro, ese hombre bueno, encarrilaba a los chavales hacia los estudios y les daba horizonte. Los niños vendían como cooperativa sus propios helados para sustentar el ingenio social del cura de Pelahustán. «¿Por qué no hay cabras?», se preguntó el sacerdote remontándose a su juventud como cabrero en la Sierra de San Vicente. Y formó un rebaño que nutría a los 'meninos'.

«Cuando llegaba mi tío, era un acontecimiento. Era muy abierto, podía estar horas hablando con él», relata entusiasmado Miguel Ángel. Su sobrino se quedó en Pelahustán y trabaja en El Real de San Vicente. Pura vida serrana. Pero el tío Ramiro se entregó a salvar las vidas y las almas de aquellos chavales, algunos con delitos de sangre en esas infancias erráticas.

«Matar a una persona vale mil duros (30 euros)», enfatizaba el cura en esas conversaciones eternas con su familia. Quién sabe si pagaron por la cabeza de Ramiro Ludeña. Porque el cura «tocaba las narices» para favorecer su impagable labor social. Tantísimo coraje. Hablaba perfectamente el portugués para forcejear en la sociedad. Era un tipo duro. «Dio la vida en Brasil. Hasta las últimas consecuencias», remata Miguel Ángel.

Hasta ese 19 de marzo de 2009. Una llamada telefónica de un matrimonio que colaboraba con Ramiro desmoronó a toda su familia. Salía de cenar en el barrio de Areias y un adolescente de 15 años, como tantos a los que había salvado en Brasil, lo tiroteó en el tórax con una escopeta del calibre 12. El autor confeso vino a decir que se complicó el atraco.

«Desde aquí nuestro sentir más profundo por tan sensible pérdida, y el mayor reconocimiento a su abnegada y sacrificada labor en favor de los más desfavorecidos», expresó Manos Unidas.

Pilar y Ángel, sobrinos suyos, viajaron a Brasil para representar a la familia en el funeral. Inmediatamente, Pelahustán aprobó dedicar la plaza pegada a la iglesia de San Andrés Apóstol a ese sacerdote enterrado en el país sudamericano, donde forjó tres granjas escuela para la integración social de esos 'meninos'. Fundía así su juventud como pastor en la Sierra de San Vicente con su vocación abnegada.

Probablemente, más de un vecino se acordó de él cuando esperaban el féretro de Belén en esa plaza con dedicatoria. Mañana hará 15 años de la muerte a tiros de Ramiro Ludeña.