Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


Salvar la Navidad

09/12/2020

Es el mantra que se repite machaconamente durante las últimas semanas. ‘Salvar la Navidad’ se ha convertido en el objetivo primordial, al que hay que supeditar todo lo demás, y que, dependiendo de quién lo diga, puede significar muchas cosas, incluso antitéticas.
Yo también estoy de acuerdo en que es preciso salvar la Navidad, aunque en un sentido bien distinto. Obviamente no me estoy refiriendo a lo que se está arguyendo desde ámbitos políticos o económicos. Porque, en el fondo, esas propuestas, legítimas, imprescindibles algunas ante la honda crisis económica que se cierne sobre nosotros, aluden a una manera de entender y vivir la Navidad que es también preciso replantear. La Navidad, en su esencia, es para los cristianos la celebración del nacimiento de Jesucristo, el Hijo de Dios que se hizo hombre para, con su amor manifestado en la cruz, redimir al mundo. Ignoramos la fecha exacta en la que se produjo dicho nacimiento, pues los Evangelios que nos hablan de él, el de Mateo y el de Lucas, no se preocuparon de consignarlo, y sólo en el siglo IV el Concilio de Nicea estableció celebrarlo el 25 de diciembre, cristianizando, como es usual en un proceso de aculturación, la fiesta pagana del Sol Invicto, expresando así que Cristo es el Sol vencedor que disipa la oscuridad del mal. Poco a poco, en torno a esta celebración fueron surgiendo una serie de tradiciones litúrgicas y populares que trataban de profundizar los diversos aspectos del nacimiento de Jesús. Pero en los últimos tiempos hemos vivido un acelerado proceso de vaciamiento de la Navidad. Todos la celebran, todos llenan de luces sus casas y expresan sentimientos de felicidad, pero pocos son los que realmente penetran en su profundo significado. Navidad es la fiesta cristiana más hondamente secularizada. ¿Tiene algo que ver con el nacimiento del Salvador un gordinflón cuyo ropaje ha sido diseñado por una conocida marca de bebidas? ¿Saben quienes decoran su casa con un árbol de Navidad, evitando así el ‘confesional’ belén, que éste representa a Cristo? ¿Por qué se ha de ser feliz obligatoriamente? ¿Es compatible recordar a quien nació en la más radical pobreza con el despilfarro y el consumismo más desenfrenado?
Sí, es preciso salvar la Navidad. Salvarla de ser la justificación de lo que no tiene nada que ver con ella. Salvarla de la imagen de película infantil de dibujos animados en la que los elfos van a la par con José y María, mientras que el niño no es más real que los renos que sobrevuelan el Círculo Polar. Salvarla de ser excusa para consumir compulsivamente. Salvarla de ‘morir de éxito’. Por eso, este año, en el que mucha de esa parafernalia va desmoronarse, puede ser la oportunidad para vivir una Navidad más auténtica, más honda y sencilla, centrada en lo que es, una celebración que sólo se entiende desde la fe. Navidad distinta, pero verdadera.