Ardores de diacitrón

Bienvenido Maquedano
-

La cidra era un producto de uso habitual en la repostería toledana. De una rodaja de este fruto hace una comida completa el enamorado Calixto en 'La Celestina'

Romeo y Julieta nos han invadido. No se han quedado encerrados en el teatro para el que nacieron, qué va, sino que han tomado el cine con adaptaciones de todo tipo, desde West Side Story a Gnomeo y Julieta; los telefilmes para adolescentes; y hasta la música de los Dire Straits. El Montesco y la Capuleto, el amor puro y todas esas zarandajas. Demasiado arrope exudado de los amoríos tontorrones de dos adolescentes que entran en una espiral de suicidios falsos que se tornan verdaderos. Yo reconozco que soy un poquito más carnal, y que donde se pongan Calisto y Melibea y Areúsa y la Celestina, con sus calentones, sofocos y remiendos virginales… Además, tiene el mérito de que la historia fue escrita en el final del siglo XV por uno de los nuestros, un autor de La Puebla de Montalbán que ejerció como alcalde de Talavera de la Reina, y que hubo de pasear por nuestras calles con cierta frecuencia. Fernando de Rojas tuvo que ser un tipo muy interesante, versado en muchas cosas, un hombre de la noche al que le gustaban los placeres de la vida y los acertijos. Ahí está como ejemplo la triquiñuela de colocar su nombre escondido en un acróstico para que el lector espabilado lo descubriese e identificase como el padre de uno de los libros más entretenidos e irreverentes de la época. A su lado, Shakespeare es un timorato. 
En mi gusto influye, sin duda, el hecho de que en tercero de bachillerato me tocase hacer de Calisto frente a Pilar, una talaverana que se transformaba en Melibea y leía el texto en clase con pasión arrebatadora. No hay color cuando se tienen dieciséis años entre que te toque ser el pavo de Romeo declarándose con el cuello estirado hacia el balcón de la cursi de Julieta, o que te arranques diciéndole a la chica: «En esto veo, Melibea, la gracia de Dios»; y que ella te sostenga la mirada y te suelte con inocencia y una voz de caramelo líquido que resbala sobre cristal: «¿En qué Calisto?»; y tú te vengas arriba, y al acabar la clase los colegas te digan que se estaba derritiendo y que la tenías en el bote.
Supongo que ya se sabe el argumento que, por otro lado, no deja de ser la misma historia de siempre. Calisto es un joven noble que quiere tener una noche de pasión con Melibea, que es otra joven noble. Para allanar el camino, contrata los servicios de Celestina, que es una vieja alcahueta experta en facilitar encuentros privados y que se compincha con los criados de Calisto para sacarle los cuartos. Luego todo acaba mal, faltaría más, y muere violentamente hasta el apuntador, pero por el camino asistimos al tórrido crecimiento de pasiones desbocadas (lujuria y avaricia, fundamentalmente). La gula, que es lo que nos interesa hoy por hoy, no es uno de los fuertes del libro. Aquí sólo comen los pobres, que son los que tienen los pies en el suelo, el trasero en la banqueta y el plato en la mesa. Calisto anda enfebrecido, con la testosterona desbocada y el corazón ocupándole el hueco entero del estómago. Si el amor quita el hambre, el deseo ni te cuento. Pero llega un momento en que los sirvientes se preocupan porque tanto alboroto acabe en enfermedad y deciden alimentar a su señor. Sempronio, hombre práctico, le recomienda: «Y come alguna conserva con que tanto espacio de tiempo te sostengas» y, mientras los criados se aprietan un banquete a base de pernil de tocino, tórtolas y dos pollos por cabeza, le dan una rodaja de diacitrón al atolondrado amo quien, dicho sea de paso, la engulle con ansia. 
El diacitrón toledano era afamado. Ya en el año 1512, con motivo de la llegada de los reyes a Madrid, se pidió a la ciudad de Toledo que enviasen «frutas de azúcar e mazapanes e diacitrón e confites de Toledo». Seguramente, si es la primera vez que lo oye, a usted le sonará el diacitrón a nombre de medicamento chungo que sólo se dispensa con receta. En realidad, se trata de un dulce elaborado con cidra (Citrus medica) que según la RAE «es el fruto del cidro, semejante al limón, y comúnmente mayor, oblongo y algunas veces esférico. La corteza es gorda, carnosa y sembrada de vejiguillas muy espesas, llenas de aceite volátil, de olor muy desagradable, y el centro, pequeño y agrio». Tiene muy poca carne pero la corteza es muy apreciada en pastelería porque es más gruesa y dulce que la del limón. 
La cidra, como hoy en día las mejores naranjas y limones, se producía en Valencia en grandes cantidades y se recolectaba desde noviembre hasta Navidad. Para distribuirla a los obradores reposteros del centro peninsular, se procedía a su conserva en tinajas con salmuera, que podían almacenarse durante un año entero, hasta la llegada de la siguiente cosecha. El maestro confitero extraía la corteza de la cidra y la desalaba, bien en el río, bien en casa cambiando a diario el agua hasta que no quedase rastro de sal; más o menos como hacemos con el bacalao en salazón. Luego se cocía hasta que quedase muy tierna, y se sometía a nueve cuidadosos cocimientos durante los cuales se añadía una arroba de azúcar por cada arroba de cidra, para acabar dejándolo reposar y bañándolo con un delicado almíbar. Más o menos eso es lo que he entendido yo de la endemoniada receta que publicó Miguel de Baeza en el año 1592. Las aplicaciones del diacitrón en pastelería eran numerosas. A finales del siglo XV, por ejemplo, servía junto con el membrillo como relleno de los pastelillos de mazapán.
En resumen, igual que yo aplacaba parte de mis ardores juveniles tras la clase de literatura con un cuerno gigantesco de chocolate, Calisto lo hacía con una rodaja de fruta escarchada. He rastreado la ciudad en busca de algún lugar en el que se pueda comer esta delicia medieval y he fracasado estrepitosamente. Lo más parecido que he encontrado son esas láminas de naranja que se colocan como costillas sobre la piel horneada del roscón de Reyes. No es mucho, pero sí abunda un tocayo lejano que coexistió con él: la calabaza de cidra con la que se fabrica el cabello de ángel y que está presente en gran parte de nuestros dulces más típicos. El cabello de ángel se encuentra en las pastelerías de toda España como relleno de bayonesas y torteles, pero en nuestra ciudad se ha convertido en el alma vellosa de unas empanadillas de mantecado cubierto de pegotes de azúcar tostado que reciben el nombre de «toledanas»; o en original médula de los huesos de santo.