Santo abstracto

Adolfo de Mingo/Toledo
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El retablo de San Bernardino de Siena es una de las mejores obras de la producción final del Greco

Santo abstracto

«El San Bernardino es una de las obras maestras del Greco, bellísima y emocionante. Es una pintura realizada como en estado de gracia del pintor, inspiradísima y ejecutada con una decisión y valentía que emociona a todo el que la contempla (...) El cuadro, concebido para el retablo del colegio franciscano que llevaba su nombre, tiene un punto de vista muy bajo, lo que hace que la figura del santo se agigante majestuosa sobre el horizonte, como una llamarada, envuelta por un cielo cargado, a punto de descargar una de esas espectaculares tormentas sobre Toledo. Todas las partes del cuadro están realizadas con tanta fuerza, precisión de pincelada, riqueza de matices y empastes, que da la sensación de obra perfecta». Estas elocuentes palabras del restaurador toledano Rafael Alonso, recogidas hace escasos años dentro del catálogo de la exposición El Greco. Toledo, 1900, rematan una larga lista de elogios sobre esta pintura, una de las más intrínsecamente toledanas del artista. «Síntesis de las características del Greco en sus postrimerías» (Gómez Moreno), «figura que asciende con la ingencia y gigantismo de un alto picacho» (Camón Aznar), el San Bernardino del Greco destaca, en primer lugar, por una expresiva sencillez compositiva que José Álvarez Lopera consideraba «regida por la geometría».

El historiador del arte granadino, consciente de una modernidad que no dejaría indiferentes a artistas muy posteriores, como Zuloaga -cuyo Anacoreta del Museo d’Orsay, recientemente expuesto en el Museo del Prado, reprodujimos el pasado 24 de agosto-, destacaba la manera de presentar al santo franciscano ante el espectador por parte del pintor cretense. El Greco encerró la anatomía del único personaje de esta pintura en el interior de un triángulo isósceles casi monocromo (formado por el color gris parduzco de su hábito), proyectándolo significativamente hacia adelante por medio de una línea de horizonte característicamente baja. Una diagonal, al mismo tiempo, atravesaría todo el conjunto desde el característico trigrama con el nombre de Jesús -el elemento con el que San Bernardino de Siena suele ser representado-, continuando por la mano izquierda hasta llegar a las tres mitras acumuladas a sus pies.

Estas se corresponderían, conforme al relato biográfico de este santo italiano de finales de la Edad Media, con los tres obispados que rechazó (los de las ciudades de Siena, Urbino y Ferrara) para dedicarse a la predicación. Su fama de santidad,  grande en vida, quedaría perpetuada con una tempranísima canonización, la cual tuvo lugar en 1450, seis años después de su muerte.

- Foto: David Pérez No es de extrañar, con estos antecedentes, que el canónigo Bernardino Zapata y Herrera adoptase sin reservas como modelo a su santo patrón a la hora de impulsar una interesante fundación en el Toledo de 1568: elColegio de San Bernardino. Calificado por Fernando Marías como el «único colegio mayor, en el sentido moderno de la palabra, en el Toledo del siglo XVI», este edificio tenía como fin servir de alojamiento a estudiantes de la Universidad de Toledo, manteniéndose en esa función hasta la supresión de los estudios superiores a mediados del XIX.

Instalada en el arranque de la actual calle de Santo Tomé (donde llegaría a existir durante muchos años una pequeña plaza con el nombre de San Bernardino), esta institución sería inicialmente creada en el interior de unas casas que habían sido propiedad de los Jesuitas, los cuales no se habían instalado todavía en su enorme extensión junto a Juan de Mariana. En las próximas páginas dedicaremos un espacio al edificio, que ha perdurado hasta nuestros días, aunque muy desvirtuado debido a varias remodelaciones realizadas entre la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX, en dos establecimientos: el Restaurante Plácido y la sala de conciertos Los Clásicos (tradicionalmente denominada discoteca Garcilaso, el espacio que coincidiría exactamente con la antigua capilla para la cual fue pintado el cuadro).

Los historiadores no han conseguido localizar el contrato para la ejecución de la pintura y su retablo, aunque desde comienzos del siglo XX es posible concretar algunos pormenores de su realización gracias a la documentación de archivo. Por ella sabemos que el conjunto fue encargado al Greco por el Consejo de la Gobernación del Arzobispado y realizado con suma rapidez entre los meses de enero y septiembre de 1603. Especialistas como Leticia Ruiz, basándose en recientes informes de restauración, han constatado esta celeridad -que es posible apreciar a simple vista en la valiente y moderna factura de la pincelada- al apreciar que la pintura de la tela todavía estaba fresca cuando fue trasladada a su retablo. Por si este cumplimiento no fuera suficiente, el coste total del San Bernardino fue de solo 3.000 reales, cantidad «verdaderamente exigua» para Álvarez Lopera, que «solo se explica por razones de amistad o conveniencia» con los poderosos responsables del encargo.

El Greco optó para representar al santo franciscano por un modelo muy similar al del San José con el Niño que el artista había pintado escasos años atrás para el oratorio del mismo nombre. Aparte de las semejanzas compositivas, en ambos casos estaríamos hablado de un protagonista joven (lo cual era una novedad en el caso de San José pero también en la iconografía tradicional de San Bernardino, normalmente ascético y demacrado). Un hombre joven y barbado cuya identidad sería posible relacionar con Jorge Manuel Theotocópuli, el hijo del pintor. Según recogió Álvarez Lopera a partir del inventario de bienes del artista de 1621, existía una versión reducida de esta pintura que durante muchos años permanecería en poder de la familia. En un momento tan avanzado del siglo XVII como 1666, más de medio siglo después de la muerte del Greco, este cuadro fue a parar a manos de Jerónima de Totocupuli [sic] y Villegas, una nieta del pintor, quedando constancia de que el rostro de San Bernardino era «del dicho su padre». Los rasgos del personaje, aunque estilizados, coincidirían para Álvarez Lopera con los del retrato de Jorge Manuel conservado en el Museo de Bellas Artes de Sevilla y expuesto durante la pasada primavera en el Museo de Santa Cruz, dentro de la exposición El Griego de Toledo.

Además de las semejanzas formales e iconográficas, San Bernardino es también muy semejante al San José en su bajísima línea de horizonte, que «hace que la figura se recorte, gigantesca -proseguía  Álvarez Lopera-, ante un amplísimo celaje borrascoso, con la minúscula cabeza casi perdida en las alturas». Al fondo, como en la pintura del Oratorio de San José, puede contemplarse asimismo una vista de Toledo, aunque más escorada, tomada desde la Vega Baja y con presencia, a la altura del báculo, de edificios identificados como San Bartolomé de la Vega y la  capilla de Montero.

Existe, no obstante, una gran diferencia entre las representaciones de San José con el Niño y San Bernardino. El rico cromatismo desplegado por el Greco hacía tan solo unos años se convertiría en este último caso en una gama mucho más sobria. Según Leticia Ruiz, conservadora del Museo del Prado y comisaria de la exposición El Greco: Arte y Oficio, la reducida paleta empleada por el artista puede percibirse en los márgenes de la tela «como restos de las características descargas de color de los pinceles: negro, azul, blanco, ocre y carmín. Cinco pigmentos que se aplicaron con especial precisión y maestría sobre la capa de preparación marrón castaña, un elemento que aflora de continuo hasta convertirse en auténtico aglutinador cromático».

Recurrimos nuevamente a las palabras del restaurador Rafael Alonso para describir el resultado: «El paño del hábito, que tiene el grosor, el peso y la textura real de la lana, no podía ejecutarse con más sabiduría en todas sus partes, con los pliegues, dobleces, volúmenes y caídas. Las pinceladas de blanco y negro, que se mezclan directamente sobre el lienzo, no pueden ser más expresivas y precisas. Abstrae rigurosamente lo esencial de la materia del tejido, no hace falta tocar el hábito para