En primera fila del Tribunal Supremo de Estados Unidos hay un asiento reservado para el caricaturista Bill Hennessy. Durante 40 años, su lápiz ha retratado casos como el que derogó la protección federal del derecho al aborto o la causa del 11-S, presenciando hasta tres juicios políticos a presidentes de EEUU.
Lo cierto es que el oficio de caricaturista de tribunales lleva años muriendo y el último giro de guion viene de la mano de la entrada de cámaras en las audiencias, a medida que más cortes deciden empezar a permitirlas en sus salas.
El mismo Hennessy ha reproducido sesiones en las que se discutía la petición de poder grabar en los interiores: «Me encontré que estaba dibujando al abogado presentando el argumento para básicamente echarme», explica el artista.
En mayo, Indiana permitió por primera vez la entrada de cámaras a las audiencias después de un proyecto piloto el año pasado. Uno de los requerimientos es no sacar directamente a jurados, menores y a algunos testigos. Asimismo, el acceso se decide caso por caso.
John McGauley, el máximo responsable administrativo del Tribunal Superior de Allen, apunta que «las cortes son un misterio para los ciudadanos. Ver lo que ocurre proporciona al público una herramienta más para aumentar su fe en ellos». Sin embargo, el funcionario cree que la presencia de cámaras «puede ser dañina en algunos procedimientos», por lo que «siempre habrá demanda de caricaturistas».
No lo tiene tan claro Christine Cornell, que lleva 50 años asistiendo a juzgados para retratar a personalidades como el expresidente Donald Trump o el polémico congresista republicano George Santos. «Llevamos muriendo desde hace 50 años», cuenta.
Para ella, esta profesión es «anacrónica» y se siente como un «dinosaurio», aunque cree firmemente en la necesidad de que siga habiendo nuevas generaciones de caricaturistas, especialmente ante la «amenaza» de las cámaras. A su juicio, «no se puede luchar contra una cámara en términos de tiempo, pero sí de muchas otras maneras», dándole más humanidad que tomando una simple fotografía.
Al igual que Cornell, Hennessy describe la intensidad de cada caso, en los que no pueden perderse ningún detalle crucial. Recuerda que en una comparecencia de los conocidos francotiradores de Washington D.C., los jueces pidieron a uno de los acusados que enseñara cómo usó el arma para la cacería humana que tuvo lugar en la capital en 2002. Como hizo los movimientos muy rápidos, las cámaras no llegaron a tiempo, pero él fue capaz de reproducir la escena de memoria. La única imagen gráfica de ese momento es la suya.
La presión es añadida cuando hay celebridades. «La gente los conoce y esperan reconocerlos», cuenta Hennessy, que admite que tiene «la sensación de no haberlos dibujado lo suficientemente guapos» o a la perfección. Precisamente, fue criticado por su retrato de Trump durante la lectura de los cargos contra él hace un mes en un juzgado de Miami por sacar una imagen de él demasiado «favorecedora».
Por otro lado, este tipo de casos son los que más expectación despiertan y en los que más interés tienen los medios por entrar. Ya lo demostraron Johnny Depp y Amber Heard con su juicio abierto al público y plagado de medios, algo que Hennessy cataloga como «un buen argumento» contra las cámaras.
El origen
De hecho, fue por un proceso con una expectación similar en 1935 cuando se prohibieron las cámaras en los tribunales. El llamado juicio del siglo sobre el secuestro y asesinato del hijo de Charles Lindbergh, el famoso aviador que era entonces el hombre más admirado de Estados Unidos. Fue descrito como «la mayor concentración de hombres y equipos para la cobertura de noticiarios desde la Gran Guerra». En él se dieron cita más de 100 reporteros, 50 cámaras y 35 camiones de sonido.
Si una cosa tiene clara Cornell es que el Supremo no cederá a convertir su sala en una «fanfarria circense». «La emisión televisiva tiende a hacer que los abogados y jueces se pongan grandilocuentes porque se dirigen a un público más amplio, lo que no es un uso adecuado del sistema», cree.
Y es que, con la entrada de las cámaras a las salas, se pierde la magia de un ratón colándose por los pasillos, como el que fotografió con sus lápices de colores en el juicio político en el Senado al entonces presidente Bill Clinton.