Joaquín Sabina

Antonio Pérez Henares
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El último juglar

El artista de Úbeda (d), en una corrida junto a Joan Manuel Serrat. - Foto: Guido Manuilo

Creo recordar que fue por los setenta la primera vez que oí cantar a Joaquín Sabina, y que fue en Guadalajara en una cosa cultural (y política, pero sin decirlo) que habíamos montado y donde acabé visitando la Comisaría. Joaquín vino por mi paisano y amigo seguntino, Alberto Pérez, el que luego se haría muy conocido cantando en TVE boleros (los bordaba), en el programa de García Tola. También estuvieron los Krahe, vinculados asimismo a la ciudad del Doncel. Aún vivía el mayor y sería Javier quien con los dos anteriores montaron años después aquel trío de La Mandrágora al que íbamos a escuchar los progres a un maravilloso tugurio del mismo nombre. Lo cogieron prestado del local, de la Cava Baja madrileña, donde cobraban 3.000 pesetas por actuación. A repartir, claro está.

 Sabina no era el más conocido. Krahe era el que más sonaba en la protesta. Y Alberto el que sabía más de música y tenía mejor voz. O, tal vez me lo pareciera a mi por el paisanaje, aunque había más que también lo decían. Pero en el año 1980 Sabina grabó un disco, una canción: Pongamos que hablo de Madrid. Aquella de Donde regresa siempre el fugitivo y las chicas ya no quieren ser princesas y se convirtió en un himno, una seña y el inicio de un largo y hermoso camino que lo ha convertido en emblema de un tiempo y de varias generaciones. Y sus letras, en poesía, esa que como la de los juglares medievales es la que sigue anidando en los recuerdos y los corazones de muchas gentes.

 Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat. Hay más pero creo que ellos están un puntito por encima. Son los dos grandes referentes populares (en el mejor sentido de la palabra) y emocionales de toda una época. Y bien que se ha notado estos meses de atrás en su despedida después de medio siglo en los escenarios.

 Ambos eran un par de rojos, Serrat más suave; socialista, y barcelonés. Joaquín, más cercano al PCE, de Madrid, aunque hubiera nacido en otro lado como casi todos los madrileños, en su caso en Úbeda. Entonces el apelativo no tenía la connotación que vuelve a tener ahora, pues eran tiempo de alumbramiento de la libertad, de reconciliación y de fraternidad por encima de diferencias e ideologías. Cuando, por ejemplo, sorpréndanse, la izquierda era más taurina que nadie y ellos dos iban -y siguen yendo los dos juntos- a los toros y los de derechas alardeaban de los amigos zurdos y los de izquierdas de beber y reír con los del otro lado e incluso se hacían novios y se casaban sin tener que abjurar del credo o de la internacional. Ambos fueron en ello, en la tolerancia y al tiempo en el compromiso con sus ideas, el símbolo de un clima de convivencia y de respeto que hoy desdichadamente parece formar parte de un pasado que en ese sentido fue, sin duda, mejor.

 Un clima que también llegaba a la música y a aquella Movida de la que no me resisto a contar una anécdota que en cierta manera la explica. 

Muchos de ustedes seguro que se saben algún verso de esta canción de Sabina.

Fue en un pueblo con mar,

una noche,

después de un concierto.

Tú reinabas detrás de la barra del único bar que vimos abierto

«Cántame una canción,

al oído

y te pongo un cubata»

«Con una condición

Que me dejes abierto el

balcón de tus ojos de gata» 

 Pero no sé si sabrán que estos ocho versos son los mismos y exactos también de una canción de los Secretos, el grupo puntero de aquellos años del que aún queda el Urquijo superviviente dando buena guerra. ¿Cómo fue aquello? Pues se lo puedo contar porque fui un poco testigo de su origen, a través de mi otro paisanaje y amistad con el mítico batería pelirrojo del grupo, Pedro Díaz, tristemente fallecido en un accidente. Compañeros todos de nocturnidades por Malasaña y por un bar del que acabó por ser socio, Elígeme. Aquellos ocho primeros versos se compusieron entre unos y otros, mayormente por Sabina y Enrique Urquijo. Y decidieron repartirse aquel arranque. Ambos empezarían igual la canción y luego cada cual tiraría por su lado. La de Sabina, en lo mollar, no acababa mal: Y nos dieron las diez, y las once/ las doce y la una y las dos y las tres. Y desnudos al amanecer/ nos encontró la luna. Fue un éxito inmenso. La de Los Secretos acaba mucho peor y aquello no funcionó.

Pero que nada. El personal entonces estaba en lo de la liberación sexual y el ligue y sexo era una cosa alegre y gustosa de intentar y probar. Que ahora ya saben con el cuidado que hay que andar. Y ya no te digo si eres chico y te gustan las chicas, como decían los Bravos. A lo mejor hoy les prohibían la canción.

 Tuve con Joaquín Sabina cierto trato y por algún tiempo hasta un cierto roce y amistad. Sobre todo en los tiempos en que llegó a Madrid y al liderazgo del Partido, el cordobés Julio Anguita, al que admiramos ambos y Joaquín no dudó en apoyar. Los dos seguro, estábamos juntos y recordamos aquel 28 de mayo de 1993, cuando en plena campaña electoral y cuando el Califa, que estaba subiendo como la espuma, sufrió un infarto en Barcelona. No pudo estar por ello en el mitin previsto en la Plaza Mayor de Madrid. Y fue Joaquín Sabina quien tomó la palabra por él.

 Joaquín siempre estuvo comprometido con aquella izquierda. Lo estuvo desde muy joven, cuando tuvo que salir pitando de España por haber protagonizado un incidente contra la sede de un banco. Su padre era encima comisario de Policía. Lo ha estado, como tantos otros, hasta que ha tenido que decir basta, como ha hecho con tanto dolor como claridad, a la deriva que ha tomado en este siglo XXI.

Poco tiene que ver esta de ahora con aquella, ni con sus valores ni con sus prioridades y principios. Incluso hasta estar directamente en contra de aquello por lo que en aquellos tiempos se luchó y que ahora se desprecia y pisotea. No es Sabina ni tantos otros los que se han pasado. Son estos los que han cambiado no solo de opinión como dicen, sino de bando. Porque en el de la igualdad y de la Constitución no parece que estén demasiado.