Pedro Carreño

La Ínsula

Pedro Carreño


El Pisto

17/10/2023

De todos los platos que componen la rica y sorprendente gastronomía de la región, el pisto manchego debería ser merecedor de los más altos galardones. Un manjar que, por méritos propios, ha colonizado los grandes y excelsos fogones nacionales. Una delicia que, desde su humildad, sirve de corte y agasajo a los grandes pescados y carnes. A ellos, les otorga y cede su propia realeza y señorío, elevando ese espectáculo culinario a la categoría de sublime.
En su génesis, la sabia combinación de pimiento, tomate, ajo, cebolla y calabacín, reinó con humildad franciscana en las ollas más sencillas de la geografía hispana. Y lo sigue haciendo con sabia prestancia. Un buen pisto eleva al Olimpo los paladares, cuando es utilizado como lecho de un simple huevo frito (con su puntillita bien dorada). O, sencillamente, cuando deja testimonio de su viudez en el plato.
El pisto, como todos los platos nobles, tiene nombre y apellido. Sería fácil pensar que es lástima y ofensa perder su topónimo 'manchego'. Nada más lejos de la realidad. Con su generosidad esparcida cuando es rebañado, el pisto derrama sus virtudes en todas las ollas de España que tienen a bien tenerlo presente. Sin envidias, ni rivalidades, ni engañifas.
Así es el pisto manchego, como la tierra que lo alumbró. Generoso y dadivo. En su tránsito a la boca, regala sus nobles orígenes a todo aquel que quiere saborearlo, sin preguntar por el origen genealógico del paladar, procedencia genética del comensal, o inclinación política de sus papilas gustativas. El pisto manchego es de miras infinitas, como la tierra que lo vio cocinar por primera vez, y a quien cede su nombre.
El pisto coloniza voluntades sin banderas, proclamas o etiquetas. Su paradoja es única y universal. Su sencilla presencia en el plato, no le hace perder su condición e imperial destino: ser embajador de Castilla-La Mancha en las grandes mesas. Tanto en las de múltiples tenedores, como en las gobernadas por tenedores de madera. Los versos de Zorrilla bien pueden ser recordados en el instante de rebañar un buen plato de pisto manchego: «yo a los palacios subí, yo a las cabañas bajé…».
Surcar un plato de pisto manchego, es navegar por la Atlántida de los sabores. Sus oníricas tonalidades se mezclan en el plato con química y elegante sabiduría. En el plato se torna un calidoscopio con tomates y pimientos que rivalizan en belleza como rubíes y esmeraldas. Hipnotizado por tal hechizo cromático, el comensal pierde el sentido y vuelve presto y decidido a otra inmersión en el plato. Tridente en mano, y blandiendo un trozo de pan. Es, en esa mágica travesía, cuando señores y vasallos pierden su condición, y rivalizan entre ellos por tan sugestiva pócima culinaria. Sin importarles su condición y la de quienes los acompañan en la mesa.
La trascendencia del pisto desborda lo puramente gastronómico, y también se asienta en el lenguaje. Expresiones como 'vaya pisto que hay', forman parte de nuestro hábito verbal. Son utilizadas cuando algo no va bien y el personal no está muy de acuerdo en cuestiones varias. Y más, últimamente.
Porque menudo pisto que tenemos. Ahí queda.