Hubo una época, ya lejana, digamos el siglo XVIII, en que, más allá de cualquier posible calamitosa epidemia, el mundo parecía haber aprendido las duras lecciones de la Historia, y se encaminaba ineluctablemente hacia esa felicidad apuntada por Voltaire en ese magistral relato que es Candide. Tras la época de los fanatismos, de las guerras, de las intolerancias, de las ideologías absurdas y de las teologías abracadabrantes, se imponía una realidad, exaltada por las Luces y los filósofos de la Ilustración: «había que cuidar de su jardín; había que cultivarlo» y olvidarse de las quimeras, los delirios y las fabulas. Voltaire, pese a ser uno de los seres más inteligentes e instruidos de su tiempo, no tenía la certeza de que existiera un paraíso después de esta vida, pero sí estaba plenamente seguro de que este mundo en que vivimos es plenamente mejorable y perfectible siempre y cuando se empleara la razón, la lógica y la honestidad. Era una forma absolutamente original de erradicar los miedos del Medioevo, tan insidiosamente utilizados por los poderosos –y su gran valedora: la Iglesia– para mantener un status quo denigrante.
Lo que vino después es de sobra conocido, empezando por los odiosos nacionalismos de raíz romántica, que terminaron arrasando todo vestigio de cosmopolitismo y de visión del mundo como algo global. Desde principios del XIX asistimos a una lucha de dos 'ideologías' enfrentadas: la de los que, de alguna forma, luchan por hacer realidad la tesis de Voltaire, frente a quienes urden intrigas, compran voluntades, manejan hilos, falsean la Historia, manipulan lo que haya que manipular, todo con tal de llevarse el gato al agua y demostrar la superioridad de un pueblo, una raza o una ideología. Son las gentes de mala fe, los impostores, los canallas, que tan duramente fustigaba Sartre.
Y es tal el poder de estos grandes mixtificadores, que corrompen todo lo que tocan, incluidos la religión, la ciencia, el pensamiento y hasta el deporte. Ejemplos los podríamos ver a miles, desde la dinamita y la energía nuclear –ideadas por Nobel y Einstein como modo de ayudar al progreso–, hasta le religión como instrumento de conformismo, pasando por la instrumentalización del arte, los medicamentos, etc. Su arma más eficaz: el miedo. Meter el miedo en las entrañas; y ya no sólo los miedos innatos en el ser humano, como la enfermedad, la muerte, las catástrofes naturales, las epidemias, sino también los miedos que a diario se arrojan contra la Humanidad, perfectamente ideados para someternos, como el que se anuncia a bombo y platillo de cara al otoño próximo. Miedos nuevos arrojados como bombas fétidas sobre la Humanidad por individuos sin rostro, ávidos de poder y eternamente insatisfechos, que son justo lo contrario de esos filántropos que tanto hicieron y siguen haciendo por los seres humanos. Son, una vez más, Jekyll y Hyde, Dios y Satán, eternamente enfrentados.
Lo vivido a lo largo de estos tres años entraña una gran similitud con los 'Cuatro jinetes del Apocalipsis': pandemia, guerra, muerte, inflación, pobreza, ruina. Y todo ello, pese a que los medios de comunicación, dirigidos por hilos que se nos escapan, deciden motu propio, ocultar el número diario de víctimas de la Covid, o los muertos, también diarios, de la guerra de Putin. Y optan por contar las francachelas de Johnson o los encierros de San Fermín. Sin embargo, basta observar un poco la realidad (muertos en la valla de Ceuta, altercados en Cuba, o Haití) para ver motivos de preocupación serios. Y es que no pueden ganar eternamente los mismos (véanse los Estados Unidos y sus fabricantes de armas). Algo huele a podrido en Dinamarca, en tanto que España arde con temperaturas saharianas, una sequía galopante y una inflación que se ciñe sobre los de siempre, sumiéndolos en la pobreza y el miedo al futuro.