Miguel Ángel Sánchez

Querencias

Miguel Ángel Sánchez


Zapatos sucios

06/10/2023

Llegué el primero. Pero di la vuelta para ir a buscarlos y tuve que recorrer unos cuantos kilómetros con el coche hasta que encontré un camino para cambiar de sentido. Cuando volví ya habían comenzado a subir. Voy tarde. Quizá treinta años tarde. El sol de octubre cae al fondo. Me gusta la luz cálida del primer otoño. Hace mucho calor. El paisaje verdea por la lluvia generosa e inesperada de septiembre. Lo inesperado es siempre lo más generoso. Los cerros de greda, blancos y empastados, como moldeados por unos dedos gigantes. Me recuerda a la fotografía de The Promise de Bruce Springsteen, Nevada, 1977, apoyado en el Ford Galaxie 500 descapotable de mediados de los sesenta, grises, un camino blanco, y los cerros bajo la tormenta que llega. Ni un conejo, ni una liebre, ni un águila, ni un milano. Ni un pájaro, ni una lagartija. Calor. Polvo. Voy sudando. Los vaqueros ya han empezado a romperse por las rodillas, tendré que ir a Almacenes Corrochano a por un par de Lee. Sigo sin echar las botas al maletero del coche, voy con zapatos. Los miro. Ya blancos, sucios de yeso y polvo. Subo a buen ritmo. Las salicornias quedan abajo. Sólo tierra y piedra desmenuzada. Al-Idrisi dejó escrito que el monte de Magán daba la mejor greda del mundo conocido, tanto que se exportaba al país de los turcos, a Egipto, Siria y Persia. Y que tenía buen paladar. Con la boca seca pienso en la Rebeca de García Márquez en Cien años de soledad comiendo tierra y lajas de cal. Hace un rato tuve que conformarme con un bocadillo en la piscina de Villaseca, ametrallado por las moscas de octubre. Vuelvo a parar y miro atrás. El cerro del Águila barrido por la cementera. Y el fantasma de su castillo, grabado ya sólo en el blanco y negro de las fotografías de Casa Rodríguez guardadas en el Archivo Histórico Provincial de Toledo. Incluso llegó a resistir a los comuneros. Pero no pudo con la Asland. Recuerdo las palabras de Julio Porres: destruido ruin y sistemáticamente hasta los cimientos para apurar la veta de caliza para fabricar cemento. Tierra huérfana y perdida.
Llego arriba. A mi ritmo. El grupo va al suyo. Vienen hacia donde estoy. Y en esto levantan a dos pajarillos, pardos y delicados, que en seguida apeonan. Saco los prismáticos del morral. Sí, dos alondras de Dupont, o dos alondras ricotí como se llaman ahora. Guardianas de secarrales, baldíos y desiertos. Desaparecen entre el matorral ralo. Pero las he visto. No sé qué hacen aquí, no creo que nadie se lo crea. Pero tampoco me importa. Respiro profundamente el aire tibio. Huele, muy en el fondo, a tomillo y a limpio. Llegar a destiempo siempre ofrece el mayor privilegio: lo inesperado.
Vuelvo el último. El autobús se va. Yo me quedo apoyado en el coche viendo cómo se hace de noche y bajan miríadas de mosquitos. En junio oiría a los alcaravanes y chotacabras. Un sillón, vencido y desventrado me observa. El sol cae sobre Gredos lejano. Me voy el último. Como casi siempre. Ha sido un buen día. Los zapatos, sucios.