Antonio Herraiz

DESDE EL ALTO TAJO

Antonio Herraiz


Lecciones de vida

15/10/2021

Ocurre cada día en pleno centro de Bilbao, pero es una historia que puede repetirse en cualquier ciudad. Junto al número 57 de la calle Rodríguez Arias de la capital vizcaína dos hombres mantienen una conversación. Les separan 40 años de vida y les une el destino más benigno. A un lado, Evans Isibor, un nigeriano que tiene 34 años y que lleva más de diez en España. Junto a él, en una silla de plástico portátil, cada día se sienta César de Miguel, un profesor de Informática de la Universidad de Deusto ya jubilado. Evans no domina bien el español y en un cartel que le acompaña deja claras sus intenciones: «Por favor, ayúdame para trabajar. Dios te bendiga».
Hace ya algunos meses que César se fijó en Evans. No siempre nos detenemos en el que pide ayuda. Lo habitual es girar la cara, mirar hacia otro lado, como si la miseria y la pobreza fueran contagiosas. César le preguntó por sus inquietudes y el profesor le prestó ayuda. Evans quiere sacarse la ESO como paso previo a un módulo de FP que le permita incorporarse al mercado laboral con ciertas garantías. A diario, repasan en la calle la lección de lengua, matemáticas, o lo que toque. Da igual si hace frío, llueve o sopla el viento del norte. Luego Evans acude a clase donde está matriculado para comprobar que tiene aprendida la lección. El idioma es su asignatura pendiente, pero va por el buen camino.
Hemos contado esta historia en la radio y al escucharla me ha recordado una situación paralela -con su evidente distancia- que he mantenido guardada en el cajón de la memoria por una mezcla de nostalgia y de pudor mal entendido. La formación de mis padres era limitada. Apenas habían podido ir a la escuela, donde aprendieron los estudios básicos y poco más. Cuando se ponían a repasar o a resolver los deberes con nosotros, no siempre disponían de los conocimientos necesarios para ayudarnos. Yo tuve la suerte de contar con el paraguas de mis hermanas, que eran unos pocos años más mayores que yo y abrieron camino. En cambio, ellas no tuvieron esa opción.
No una vez, ni dos, ni tres. Fueron muchas. Cuando se atragantaba un problema de matemáticas, un apartado de lengua o un ejercicio de inglés y la frustración inundaba la habitación de estudio surgía la posible solución. Mi padre copiaba en un folio la duda en cuestión o directamente cogía el libro donde aparecía lo que no habían podido resolver. Sin perder tiempo, se lo llevaba a cualquier lugar donde él creía que se iba a encontrar a estudiantes de cursos más avanzados para los que las dudas pendientes serían pan comido. Mis padres podían haberlo dejado sin terminar y que al día siguiente el profesor hubiera explicado la respuesta. Nada de eso. Entonces había ese espíritu del deber cumplido, ese innato sentido de la responsabilidad que les obligaba a ir a donde hiciera falta. Recuerdo acompañarle en alguna ocasión al entorno de la Biblioteca Provincial -entonces en el Palacio del Infantado- o al entorno de la plaza de Santo Domingo, junto a la iglesia de San Ginés, donde se reunían corrillos de estudiantes para poner en común lo que fuera, bien sus conocimientos o sus quimeras. Vete a saber. Nunca obtuvo una mala respuesta y siempre volvió con el problema resuelto e incluso con una explicación que le permitiera trasladar después a mis hermanas.  
No todo está perdido. La lección diaria del profesor jubilado de Deusto nos permite reconciliarnos una vez más con la vida y a mí me ha hecho recordar parte de la historia de una vida familiar en la que también nos encontramos con algún que otro César de Miguel, aunque con unos cuantos años menos.