Los viejos rockeros nunca mueren

Mario Gómez
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En un derroche de capacidad, oficio y conocimientos Eugenio de Mora cortó un trofeo de peso en Las Ventas tras una faena que arrancó los más rotundos olés de Madrid. Ritter cayó herido y Francisco José Espada completó la terna

Eugenio de Mora instrumenta un pase de pecho con mucho calado en los tendidos. - Foto: Plaza 1

Caminábamos hacia la quinta semana de un largo San Isidro. Los gratos sabores de boca que estaba dejando el serial se vieron helados con la brutal cogida de Román el día anterior. Llevábamos cinco capítulos de una tarde que había tenido de todo, y por desgracia de nuevo sangre. La del medellinense Sebastián Ritter, que quitaba con ganas por chicuelinas al cuarto cuando se enredó con el capote y cayó en la cara ‘Guindón II’ que certero atravesó su gemelo derecho. Trayectoria hacia arriba y hacia cara externa de 20 cm que lesionaba la vena safena interna, producía destrozos en el gemelo y contusionaba arteria y nervio tibiales posteriores, firmaba el doctor García Leirado. Otro tabacazo.

La sangre regaba su media y la noticia era evidente: Eugenio tendría que pasaportar al otro toro de Ritter.

Se corrió turno y Espada estoqueó al que iba ser sexto en quinto lugar y Eugenio estoquearía el animal que cerrase una tarde tediosa que más allá de matices y detalles poco estaba teniendo para aportar. A decir verdad, desde la tarde del primero de junio llevábamos ayunos de una faena que calase en los tendidos con la emoción del toreo.

Y tuvo que ser Eugenio. El de Mora. Con sus 22 años de alternativa y miles de batallas a las espaldas. Con ese conocimiento exacto y concienzudo de los animales. Con ese oficio y esa afición desmedida, quien rompiera Madrid. La que da y quita, la del todo o nada, la que devuelve lo que entregas.

Porque a pesar del primero; que fue un cabroncete que soltaba la cara y regalaba pitonazos a las axilas, y del grandón cuarto; al que hubo que medir, pues el toro medía más; y cuando muchos pensaban que el granito de los tendidos sería la losa que soterrase una carrera, que por el hecho de no mostrar su toreo, todo estaba acabado; pobres… no deben saber que un boxeador en la lona, sigue siendo peligroso.

Pareció ejercicio de fe el hecho de que Eugenio brindase al respetable. Muy pronto fuimos muchos los que nos sumamos a la creencia mientras el torero se ayudaba por bajo para salirse a los medios. Plana y por delante ofreció Eugenio la muleta en un par de tandas antes de que, si como en uno de los toques al burel, Madrid hubiera hecho ‘clic’. A partir del cual comenzó a entrar en la faena, en las entre-tandas, en los tiempos que Eugenio administraba. Tandas breves, no más de cuatro y el de pecho, y que respire el toro y paladee el público.

Pobres los que quedaron en casa, porque se perdieron uno de los últimos toreros castellanos. Puede que quizá una de esas últimas muletas con mando que de forma recia y sencilla conducen embestidas de forma clásica frente a las formas modernas.

Así fue como instauró esa faena de mano baja y trazo firme. Ese extracto de muleta castellana, que ante un toro tardo, consiguió dar uno con completo desmayo y que abrochó esa misma serie con un trincherazo que debe tener patentado.

Al natural voló en dos tandas la franela, con la cadencia del toreo clásico, del que deja regusto en el paladar.

Después volvió a la derecha y dio dos muletazos que fueron redondos sobre su eje mientras Riachuelo se convertía en torrente girando sobre el espigado torero.  Eternos y jaleados. Olés rotundos. ¡Qué grande es el toreo!

Y como si buscase cerrar el círculo, por bajo terminó en otra serie de ayudados en los que tuvo que tragar y aguantar parones. Entonces se cuadró vertical. Sin mirar atrás, sin pensar en el honor de los que anteriormente habían caído regando con su sangre el albero, olvidando el recuerdo de quienes en este mismo ruedo fueron prendidos en la más suprema de las suertes, sin importarle que el toro pasase sus astas por la taleguilla, dejó una estocada de libro. Tardó en caer, pero cayó. Madrid se convirtió en un mar de pañuelos para pedir un trofeo que Eugenio paseó sonriente. 759 días después volvía a Madrid, y tanta espera no merecía menor recompensa. Porque ya lo decía Miguel Ríos, los viejos rockeros nunca mueren.

Espada tragó paquete y se arrimó en exceso al lidiado en quinto lugar. Apuntó cosas, pero la faena no levantó demasiado la atención ni el vuelo. Muletazos sueltos y ceñidas manoletinas como argumento. Antes, en el tercero, destacó cuando realmente lazó la moneda ante un animal cuyas puntas miraban al cielo y quedaban a la altura del nudo del corbatín.

Antes del percance, Ritter derrochó voluntad y momentos notables al natural en un global de una faena muy larga cuyo primer aviso sonó todavía toreando. Saludó una ovación.

Sin duda la tarde tuvo un nombre, el de Eugenio de Mora, su poso y su oficio que arrancaron una oreja, con la precisión de quien sabe exactamente qué hacer y que debiera servirle para vivir una nueva etapa dorada.