Gil Blas, el último pícaro

Adolfo de Mingo
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Toledo acogió a mediados de 1955 el rodaje de la adaptación de la célebre novela francesa, dirigida por René Jolivet y Ricardo Muñoz Suay. Sus protagonistas fueron Georges Marchal y Susana Canales

Los actores Susana Canales y Georges Marchal en el Hospital Tavera.

Durante más de doscientos años, desde la publicación de la novela en 1715, Gil Blas de Santillana, personaje omnipresente en la literatura y el periodismo español y francés del siglo XIX, no hubiera necesitado carta de presentación. Fue el último de los pícaros, el joven estudiante que veía truncado su porvenir por las malas compañías para acabar finalmente -a diferencia de nuestro Lazarillo, autocomplaciente con su miseria moral- triunfando en la Corte y casado por amor después de numerosas peripecias. La célebre novela del francés Alain-René Lesage (1668-1747) fue llevada al cine en 1955 con el título de Les aventures de Gil Blas de Santillane, coproducción hispanofrancesa filmada en París, Alcalá de Henares, Madrid y Toledo, ciudad donde merece la pena recordar unos fantásticos exteriores.

La película -«quien se acuerde de ella, que dé un paso al frente», ironizaba hace algunos años una breve reseña de ABC- estuvo dirigida por René Jolivet y por el español Ricardo Muñoz Suay. Sus protagonistas fueron el francés Georges Marchal (1920-1977), en el papel de Gil Blas -un actor francés que trabajaría como secundario en varias películas de Luis Buñuel-, y la actriz Susana Canales, uno de los rostros más bellos del cine español de los años cincuenta, interpretando a doña Mencía. Su papel era el de una dama, prometida de un duque, de la que Gil Blas se enamora tras verse obligado a participar en su secuestro, como miembro de una banda de forajidos a la que el joven se había unido para no perder la vida.

Una de las aventuras del personaje le lleva a Toledo, disfrazado de ermitaño, buscando comida, alojamiento y algunas monedas. La novela original abunda en referencias a esta ciudad y al viejo mito de la Garduña, sociedad de jaques y hampones de los Montes de Toledo a la que pertenecían personajes como Vicente de Buenagarra y Matías del Cordel. También se mencionan en la novela diversos espacios de los alrededores, entre ellos una casa solariega pasadas dos leguas de Illescas. 

Las principales localizaciones del rodaje fueron el Hospital de Tavera, el pórtico de Santo Domingo el Real, las sinagogas, «alrededor de la ciudad y algún otro sitio», según Muñoz Suay, quien acababa de trabajar, a las órdenes de Luis García Berlanga, en Bienvenido, Mister Marshall (1953). Durante una entrevista con el periodista Julián Navarro (El Alcázar), realizada el 5 de julio de 1955 con motivo del rodaje en Toledo, este joven ayudante de dirección mencionaba ya brevemente «la reunión de Salamanca con Sáenz de Heredia, Antonio del Amo, Berlanga y otras figuras de nuestro cine» con la que desde algunos sectores se pretendía regenerar el cine español.

Conservamos varias imágenes, tanto en el interior del hospital de San Juan Bautista de Tavera -la primera vez que Susana Canales actuaba en Toledo- como en exteriores, desde los cuales se aprecian los cortados arcillosos del Tajo y un Alcázar aún en ruinas. Los trabajos habían comenzado en París, en el bosque de Fontainebleau, trasladándose después al centro de la Península Ibérica. En Toledo participaron medio centenar de figurantes, cantidad muy inferior a la necesaria en Alcalá de Henares y en los Estudios CEA de Madrid.

Sin ser una mala película -filmada en un Agfacolor que ha soportado muy mal el paso del tiempo-, el resultado, tras el estreno en los cines Rex de Madrid, fue decepcionante. Luis Gómez Mesa, en Arriba, lamentaba su «recargamiento de lances insulsos, con pretensiones pícaras, y entontecedoras. Ningún personaje tiene la menor consistencia. Y a Gil Blas -¡vaya un pícaro bobo!- le engañan todos». Salvaba la escenografía, con abundantes guiños al Greco, pero lamentaba la «artísticamente desastrosa» coproducción que había resultado.

Buena parte de las críticas fueron dirigidas al protagonista. «Hubiésemos deseado encontrarnos en la pantalla con un Gil Blas joven, con un ritmo más ajustado que el que llevan aquí las diversas escenas y con una más cuidada dirección en algunas secuencias», recogía la revista El Extra Primero. Pese a no haber cumplido todavía los cuarenta, el actor francés, que poco después trabajaría también con Sergio Leone en El Coloso de Rodas (1961), estaba lejos de aparentar los diecisiete años que debía tener el personaje.

En la película participó también Fernando Rey, uno de los actores que más han trabajado en Toledo desde que la ciudad se convirtió en escenario cinematográfico. Su breve papel como jefe de los bandoleros no gustó a Luis Gómez Tello (Primer Plano), quien le acusó de haber configurado un personaje «de guardarropía, de pura escayola, con pañuelo rojo a la cabeza». El actor era plenamente consciente. Según sus propias palabras, «en este tipo de películas aprendí muchísimo. No aprendía mi profesión, no aprendía el cine, pero aprendía unas relaciones públicas de una manera natural, que me ha sido muy útil después. En estas películas ya no estaba como una maleta; como actor seguía siendo mediocre, a mí me parece, pero ya me daba cuenta de que había otros cines, otras fronteras».

Una aventura de Gil Blas no renunció a mostrar una cierta crítica social, encarnada en personajes como el doctor Sangrado (Antonio Riquelme), médico que acababa con el ochenta por ciento de sus pacientes. Poco que ver, sin embargo, con la novela de Lesage y su ataque, por ejemplo, hacia los abogados, como don Julián de Villanuño, que acudía a las tertulias de un café del Prado de Madrid, togado que «se divertía en su estudio tirando y haciendo traer por un gran lebrel los legajos de un pleito que está defendiendo, los que su perro desgarraba a grandes dentelladas». Con él iba un canónigo toledano, apodado «don Querubín Tonto», que según el autor de la novela era «el hombre más negado del mundo». No obstante, «al ver su aire placentero, la viveza de sus ojos, su risa fingida y maliciosa, le tendrán por sabio y de gran perspicacia. Cuando se lee en su presencia alguna obra delicada y profunda pone la mayor atención, como si penetrara su asunto, pero maldita la cosa que entiende».