Sueños rotos

Agencias
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Miles de migrantes buscan desde la precariedad en el Alentejo, PorTugal, una oportunidad para emprender una nueva vida en Europa

Sueños rotos

Cae la noche y Saliou vuelve del trabajo cubierto de polvo y agotado. Es senegalés y busca en Portugal el «sueño europeo»: contrato y papeles. Un sueño roto, sin embargo, en las tierras del Alentejo, que se sacuden décadas de olvido con mano de obra barata inmigrante.

Olivares, naranjos, almendros... Ya no hay mares de trigo en el Alentejo, la empobrecida y despoblada región lusa, situada al sur del Tajo, que crece a la sombra de gigantes agrícolas que se nutren de africanos y asiáticos.

Senegaleses, guineanos, caboverdianos, nepalíes, paquistaníes... han llegado por miles a los campos alentejanos. 28.000 en las campañas estacionales, según estiman ONG. Una cifra llamativa para un territorio con menos de 40.000 habitantes.

Sueños rotos Sueños rotos Pueden cobrar entre tres y cinco euros por hora y trabajan seis días a la semana. Siempre que no llueva ni enfermen. Entonces no hay paga.

Llegan animados por otros inmigrantes o atraídos por redes de intermediarios que se lucran ante la pasividad de las administraciones. Todos lo saben y todos callan. Los inmigrantes, porque no quieren perder su puesto de trabajo. Las instituciones, para ocultar su incapacidad.

Mientras, el Alentejo se transforma. Avanza el latifundio y este antiguo bastión comunista es ahora un nicho de votos para la extrema derecha.

Talla tiene 40 años y tres hijos que dejó en Senegal. Comparte una casa sin luz ni agua caliente en el antiguo barrio de empleados del ferrocarril, al pie de las vías, en Beja, la capital de la región.

Sobre el papel, recibe el salario mínimo portugués, 665 euros, aunque en la práctica no llega a esa cantidad, pese a que sus jornadas, con el desplazamiento a los campos, pueden sumar hasta 12 horas de duración.

Como Talla, la mayoría de inmigrantes trabaja con intermediarios que, previo pago, se ocupan del transporte -en carrinhas, viejas furgonetas que se multiplican en las calles de Beja-, el alojamiento -entre 100 y 150 euros de alquiler por persona y mes- y de un eventual contrato.

Muy cerca vive Saliou. A sus 32 años, carga en sus espaldas miles de kilómetros buscando un futuro. De Senegal a Portugal, con paradas en Libia, Italia y España.

Fue mantero -vendedor ambulante- en Cádiz y Barcelona y hace poco más de un año que llegó a Beja. No se arrepiente. Su casa tiene luz. El trabajo es otro tema. «El patrón no respeta la gente. Hay mucha explotación, mucho problema», asegura. Estudió Derecho en Senegal pero «no volvería» a su país. Y niega con la cabeza para que no quede sombra de duda sobre su postura.

Samba también conoce la ruta mediterránea. Salió de Senegal con 15 años, llegó a «la Italia de Salvini» y recaló en Murcia hasta que oyó hablar de Portugal. Tiene 18 años, ha vuelto a estudiar y pelea por los papeles, pero necesita un pasaporte y solo puede tramitarlo en el consulado senegalés en Madrid. El cierre de la frontera hispanolusa por la pandemia de coronavirus ha parado su reloj. 

Las historias se repiten. La ruta también.

Los intermediarios

¿Por qué Portugal? «Aquí ganas menos, pero es un país más tranquilo», responde Alberto Matos, de la ONG Solidariedade Imigrante (SOLIM).

«Las leyes mejoraron mucho», asegura, y permiten legalizarse con un contrato de trabajo o una inscripción en la Seguridad Social.

Pero el destino final no es Portugal. El «sueño europeo» acaba en Alemania o Francia. La nación lusa es un mero punto de partida.

Nadie quiere hablar de los «intermediarios». La mayoría procede de Europa del Este. Llegaron como jornaleros hace una década y ahora organizan a africanos y asiáticos, explica Matos. Cobran por buscar alojamiento y transporte a los recién llegados. A veces también se ocupan de hacer los contratos, aunque -continúa el activista luso-, se multiplican las irregularidades y menguan los salarios.

Un día de lluvia es un día sin sueldo. Y un día de enfermedad o de confinamiento, también. Por eso el primer encierro por la COVID-19, hace un año, fue devastador.

Esta vez, con el país confinado, el campo no ha parado. Los inmigrantes no protestan. Necesitan estirar sus salarios para enviar 100 o 200 euros a sus familias en África.

Hay «explotación laboral», problemas en los contratos, en los pagos, en las cuotas de Seguridad Social, en los alquileres... la lista de denuncias de Matos es larga.

Pero algo ha mejorado. Atrás quedaron las mafias que retenían su documentación y vigilaban sus casas para evitar que escaparan.

La sociedad está más concienciada, como demuestra el éxito de la Asociación Estar, «una plataforma de apoyo de emergencia» fundada por dos asistentes sociales, Madalena Palma e Inês Féria.

Trabajan en contacto diario con los inmigrantes y se mantienen de la solidaridad y la economía circular. Con mucha energía, voluntarios incondicionales y llamamientos en redes sociales consiguen ropa, comida, libros, medicinas, juguetes...

«Si fuera decente y bien pagado, habría trabajo para los inmigrantes y también para los portugueses», asegura Matos.

Pero no es así. «Y nadie quiere ser esclavo en su tierra. Ese es el problema. En estas condiciones de explotación, no hay portugueses que quieran trabajar», zanja.