Padilla y Pacheco completan la historia gigantona de Toledo

L.T.
-

La tarasca abrió la cabalgata anunciadora de la procesión. Tras ella fueron los gigantones, que suman dos más, representando a los personajes del siglo XVI

Padilla se estrenó ayer por las calles de la ciudad. - Foto: Víctor Ballesteros

El periodista Manuel Vicent escribió en El País en 1982 una de las mejores crónicas de la procesión del Corpus escritas hasta la fecha. En ella, describió «una comitiva de gigantes y cabezudos haciendo el ganso, precedida por la tarasca: un dragón verdoso, con una bailarina en el caparazón, que suelta agua por las fauces. Los reyes de cartón rozan los toldos con la corona y en el interior de sus faldas reniegan los costaleros». Afortunadamente, ni los gigantones son ahora tan costosos de portar ni el intenso calor habitual en esta celebración -«El bochorno desploma una manta mojada sobre las cabezas del gentío, engatillado en los pasillos de la ciudad», seguía Vicent- se hizo notar ayer. La cabalgata anunciadora de la procesión celebrada durante la previa, festejo tradicionalmente doméstico y para los más pequeños, no se hizo tan duro de soportar para padres y abuelos, dedicados a recordar otros tiempos en los que la mirada de los niños, sin embargo, contemplaba con la misma ilusión a los simpáticos monstruos de cartón piedra.

La tarasca, como es habitual, abrió el cortejo a las 19,30 por la calle Cardenal Cisneros. Le seguían los gigantones, esa pequeña lección de historia de la ciudad encabezada por ‘El Alcalde’ y ‘La Alcaldesa’ y -a partir de esta edición- cerrada por don Juan de Padilla y María Pacheco, que acaban de ser realizados con unas pátinas, dimensiones y ropajes similares a los anteriores. Desde la fachada del Ayuntamiento, los mal llamados ‘Gigantones de Lorenzana’ -un conjunto de gegants catalanes del siglo XVIII traídos de Barcelona quince años antes de que Lorenzana se convirtiera en arzobispo de Toledo (el cual, además, prohibió la tradición de que estas figuras desfilasen en celebraciones religiosas)- eran testigos de la fiesta, medio tapados por el escenario de la plaza del Ayuntamiento.

No hizo tanto calor como era previsible. Sopló aire, sobre todo en calles como Arco de Palacio, poniendo a prueba la resistencia de las colgaduras. Sí era previsible la acumulación de estos últimos años, especialmente en la plaza de las Cuatro Calles, donde los gigantones siguieron brincando sin que hubiera lugar a la escena narrada por Vicent: «—Oye, macho. —¿Qué pasa? —Que me ahogo aquí dentro. —Sal a tomar el aire. El costalero asoma la jeta, sudada por los bajos de Isabel la Católica, y abandona la garita de palitroques de la reina gigante, que queda varada en medio del callejón con la mirada yerta a ras de los balcones».