El monumento feminista de José María Forqué

Adolfo de Mingo
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El Hospital Tavera y la antigua chocolatería de la calle Tendillas permitieron al cineasta aragonés ambientar la asfixiante atmósfera de El Monumento (1970). El guión es una «sátira corrosiva sobre el fariseísmo»

El monumento feminista de José María Forqué

El paseo de la Vega acogió brevemente a finales de 1969, durante el rodaje de El Monumento, película de José María Forqué, un personal homenaje a la mujer por parte de este cineasta. Nada tenía que ver con la futura instalación del monumento a la Mujer Toledana, memorial de Alberto Sánchez y Cecilio Béjar que congrega desde hace algún tiempo las reivindicaciones feministas en esta ciudad. La escultura de Forqué resultaba mucho más carnal, de modo que «como la Jacinta de la canción -señalaría algunos años después Luis Martínez en El País-, levanta más entusiasmo que cualquier entregada Venus de alabastro». Pero no fue Javier Krahe, sino el propio Forqué, en colaboración con Jaime Picas y el mismísimo Rafael Azcona, quien dio forma al guion de la película. En este año que ahora comienza se cumplen cincuenta años desde su estreno, lo mismo que tan solo unos meses desde la muerte de la protagonista, la actriz argentina Analía Gadé, a los ochenta y nueve años de edad.

El Monumento recoge la historia de María, propietaria de una pastelería en una pequeña ciudad de provincias, donde es conocida por los vecinos como «el Monumento». La plácida vida local, concentrada en el Casino como punto de encuentro estrictamente masculino, se transforma por completo tras la muerte de la benefactora del municipio, ya que su viudo, el marqués de Viniegra, pretende liquidar todo su patrimonio. El Casino -donde los arrendatarios han instalado un cine-, el balneario -convertido en planta embotelladora- y la propia pastelería, transformada en un próspero negocio, penden ahora de un hilo.

Conscientes del interés que María despierta en el viejo y degenerado marqués, las fuerzas vivas y su propio esposo -un pobre hombre con ínfulas de cronista oficial y especialista en heráldica- instan a la bella mujer a dejarse seducir como solución a los problemas del municipio. Repugnada por la situación, la dueña de la pastelería rechaza hasta el último momento la invitación del aristócrata, lo cual inspira el rechazo de su consentidor marido, que había puesto en el marqués sus esperanzas para consagrarse como erudito local.

Una vez en el palacio, la mujer intenta razonar con el rijoso marqués, que no ceja en su empeño. «Yo no comprendo por qué se empeña usted en vender todo lo que tiene aquí. ¿Por qué no vende este palacio, que vale mucho más...?», pregunta, desesperada. «Ojalá pudiera, hija..., pero la bruja de mi mujer lo cedió al estado como museo. ¿Qué me importan a mí los museos?», responde el viejo. Finalmente, tras varios patéticos intentos de seducción -uno de ellos, inspirado en El columpio, la pintura de Fragonard, por no hablar del vouyerismo característico de otros proyectos cinematográficos de Rafael Azcona-, el vicioso anciano muere de un ataque al corazón.

Las fuerzas vivas, al conocer que tras la muerte del noble se mantiene en vigor el testamento de su antecesora, acaban desentendiéndose de la pobre pastelera, sobre la que ahora recae el oprobio de toda la ciudad. Abandonada por todos -incluso por su marido, que ve en futuros fastos en honor a la marquesa una ocasión para consagrarse como cronista-, la inteligente María urde su venganza y acaba imponiéndose al ser precisamente ella quien acaba siendo representada en el monumento a la noble. El resultado es un imponente y liberador desnudo que rompe por completo las cadenas de la protagonista, quien acaba finalmente abandonando la miserable ciudad.

Analía Gadé (1931-2019), bellísima actriz argentina de los años cincuenta -década en la que decidió exiliarse en España por sus simpatías peronistas-, pareja sentimental de Fernando Fernán Gómez, había actuado ya en Toledo con anterioridad. Concretamente, en La mentira tiene cabellos rojos (1962), a las órdenes de Antonio Isasi-Isasmendi.

«Sátira corrosiva sobre el fariseísmo y la utilización interesada de unos por otros, con feroz crítica de una hipócrita moral» -según el escritor y guionista Florentino Soria, que dedicó una biografía a José María Forqué en 1990-, El Monumento admitía una lectura feminista por la configuración del personaje protagonista, dotado tanto «de un equilibrio personal y de una gran estatura moral» como de «astucia y capacidad de réplica para la maquinación de una compleja venganza». A diferencia de Analía Gadé -cuya dimensión es realzada por un inteligente empleo de la cámara-, los personajes masculinos, como el marqués, parecen empequeñecer bajo la escala de los monumentales escenarios, fundamentalmente el Parador de Úbeda (Jaén) -un espléndido edificio del siglo XVI- y el toledano Hospital Tavera. 

La crítica al fariseísmo se extiende también al plano familiar. No en vano, una de las escenas más conocidas de la película, cuando María decide posar desnuda para después enviar estas imágenes al escultor del monumento, se convierte en una ácida crítica por ser precisamente la foto de familia enmarcada del fotógrafo -de quien Forqué hace también cómplices a los espectadores- el elemento que permite encuadrar la escena sin mostrar el pubis de la protagonista. Habrían de pasar aún seis años hasta La trastienda, de Jorge Grau, con María José Cantudo reflejada en un espejo, para obtener el que está considerado el primer desnudo integral frontal de la cinematografía española. Sea como fuere, la censura -que no fue precisamente laxa con El Monumento- manifestaba desde finales de los años sesenta cierta relajación a la hora de representar el cuerpo desnudo. De hecho, fue precisamente en una producción netamente toledana, la adaptación de La Celestina realizada por César Fernández Ardavín el año anterior, en 1968, cuando aparecieron por primera vez ante los ojos de los espectadores españoles los pechos desnudos de una actriz, Teresa Ramírez.

En el caso de El Monumento, el resultado fue más «grotesco» -reforzado en buena medida por la música del argentino Adolfo Waitzman, creador de la celebérrima melodía del Un, dos, tres-, según el propio Forqué, que propiamente cómico. Entrevistado en El Alcázar por Juan José Blasco, el cineasta esgrimía frente a la sinopsis de su película -«la utilización de un ser humano por un grupo de egoístas»- la vieja consideración bíblica de «no condenéis y no seréis condenados». Rompía una lanza, además, por «un cine español, sarcástico, satírico, sincero. Fundamentalmente, sincero. Los personajes de mis películas están en cualquier ciudad de España, enfrente o al lado nuestro. Lo que pasa es que a la gente no le interesa identificarlos con la realidad porque resultan demasiado agresivos. Yo creo que nosotros, a veces, preferimos cerrar los ojos».

De las localizaciones toledanas de la película es posible destacar dos. En primer lugar, el Hospital Tavera y los alrededores del parque de la Vega tal y como estaban a finales de los años sesenta. Juan Gelpí, responsable de la fotografía del film, recogió el estado en que se encontraba en 1969 la estatua del rey visigodo del paseo de Sisebuto (la cual, por cierto, conservaba entonces sus dos manos y estaba en mejor estado que en la actualidad). 

La segunda localización es la pastelería de la protagonista, «La Flor y Nata», que parece corresponderse con la fábrica y salón de chocolate y mazapán que ya a finales del siglo XIX regentaba la Viuda de Pérez en el número 3 de la calle Tendillas. Este espacio, hoy fragmentado y convertido en tienda de alimentación, fue en 1897 ricamente ornamentado por el pintor José Vera, según recogió hace algunos años el investigador y técnico del Consorcio José María Gutiérrez Arias. Gracias al montaje, Forqué consiguió yuxtaponer los monumentos de Toledo y Jaén (incluido el balneario de Marmolejo) en un todo uniforme.