El no a la tauromaquia de Alfonso X

Mario Gómez
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El monarca prohibió la participación en festejos taurinos en 'Las Siete Partidas' en algunos supuestos, debido a la subversión que provocaban y lo reservaba a las élites caballerescas

Miniaturas donde se ve el toro siendo banderilleado y persiguiendo al clérigo.

Alfonso X no sabemos si era antitaurino o simplemente un monarca autoritario. Lo que si que es cierto que en su obra magna, 'Las Siete Partidas', «prohibía la celebración de espectáculos taurinos».

Esta reivindicación tan de actualidad por parte de muchos, parece que ya estuvo en vigor durante el reinado del monarca sabio.

Quizá para entender los motivos que espetaba Alfonso, hay que huir del animalismo o de la protección de animales y girar la mirada hacia el despotismo de los reyes de la época.

El motivo de la reprobación radica en el hecho de que los toros se lidiaban por dinero, es decir, aquellos que realizaban dicha tarea, podían vivir de tal actividad, lo que suponía subvertir el orden social de la Edad Media, donde solamente existían tres estamentos: oradores, defensores y labradores, subdivididos en oficios y cargos, condición adquirida por nacimiento y que trazaba una estratificación controlada por el rey. Este hecho es así, ya que los lidiadores no eran los únicos en esta tesitura, sino que los juglares también sufrían una situación semejante.

De este modo encontramos hasta tres referencias explícitas sobre la prohibición de lidiar toros, en la ley 4 del título VI de la III Partida impide abogar por otro al que lidie con «bestia brava por precio», la ley 5 del título VII de la Sexta Partida incluye entre las causas de desheredación el desempeño de determinados oficios como el de juglar, o el que luche con otro por dinero o con alguna bestia brava y por último,  la ley 4 del título VII de la Séptima Partida trata sobre los enfamados del derecho. Califica como infames a los que lidian una bestia brava por precio, y no al que lo hace por probar su valor o para protegerse o proteger a un amigo.

Es necesario contextualizar, que en la época del monarca, siglo XIII, los festejos taurinos también tenían un cierto cariz de ofrenda, bien ante alguna catástrofe, a modo de súplica para librarse de alguna epidemia a algún santo o devoción particular. Tanto era así que las corridas de toros llegaron a celebrarse como parte del testamento de algunos finados, que ordenaban celebrar como ofrenda a la salvación de su alma y los familiares habían de costear.

Bodas y otras celebraciones también llevaron vinculados en múltiples ocasiones festejos taurinos, lo que llevó a que popularmente se arraigase la tradición de correr o «jugar» con toros.

Precisamente ante este tipo de actos, en las Cantigas de Alfonso X, existen una serie de seis miniaturas que ilustran la cantiga CXLIV, que narra cómo la Virgen salva a un clérigo de ser arrollado por un toro que se corría por la ciudad con motivo de las bodas de un hombre rico, hecho que parece ser ubicado en Plasencia.

En la tercera de estas miniaturas, podemos encontrar a un toro sufriendo el castigo que le infringe la multitud que lo contempla. Dardos, algún tipo de banderillas y un dato curioso, un caballero que con una capa azul y roja lo cita; pudiendo ser esta la primera representación de toreo a pie.

En la siguiente, la cuarta, vemos como un clérigo desprevenido está a punto de ser corneado «metiéndole los cuernos por las espaldas».

Ahí es cuando el clérigo implora la protección divina, y en las viñetas quinta y sexta, no solo se ve como escapa de la cornada, sino que el animal puede ser acariciado por los presentes, lo que se atribuye a la intercesión de la Virgen.

 A raíz de esta  representación queda patente otro de los colectivos de tradicional proximidad a la tauromaquia como es el clero y que, curiosamente, sus superiores tradicionalmente también han querido prohibir, como en el caso del IV concilio de Letrán de 1215, entre cuyos objetivos estaba el de «restablecer la disciplina y moralidad de los clérigos», ya que al relacionar la tauromaquia con los «ludi romanos» y, concretamente con los juegos y espectáculos circenses, el correr toros era cosa profana y condenable desde el punto de vista cristiano.

De este modo, queda claro que aquellos que pertenecen a cierto orden jerárquico, pueden ver como se les prohíbe el hecho de participar en festejos taurinos, como los mencionados «matatoros» a los que el monarca consideraba como deshonor por el hecho de recibir cualquier tipo de remuneración económica por dar muerte a los toros, mientras que con los caballeros era benévolo y por orden regia existía el toreo caballeresco dentro de las llamadas Fiestas de Toros y Juego de Cañas. No solo era por tanto diversión, sino también para mantener en forma a los nobles que nutrían los ejércitos, origen de las Reales Maestranzas de Caballería.

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