Pintan bastos para todos

Pilar Cernuda
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Pedro Sánchez está basando su fuerza en los errores de sus contrincantes, especialmente los de Pablo Casado, que deberá hacer algunos cambios de estrategia si quiere transformar el escenario político y recuperar así La Moncloa

El líder del PP no está aprovechando la euforia que vivieron los populares tras el éxito en las elecciones madrileñas. - Foto: Eduardo Parra

No hay un solo político, no hay un solo partido, que pueda encarar el futuro con optimismo. Los más afortunados son aquellos que, sin acertar, esperan mantener la confianza de sus votantes tradicionales gracias a los errores de sus adversarios, como ocurre con un Pedro Sánchez que saca pecho porque Pablo Casado no está aprovechando la euforia que vivió el PP tras las elecciones madrileñas del pasado mes de mayo, que convirtieron a Ayuso en un importante referente del partido y, además, colocaron al PSOE en una situación imposible con un resultado demoledor, patético. Pero incluso los gestos triunfalistas del presidente del Gobierno están tintados de artificialidad: los hechos son tozudos... y preocupantes.

El mismo jueves que se hacían públicos los buenos datos de empleo del último mes, se conocía una cifra dramática: ese día habían perdido su trabajo más de 200.000 españoles al finalizar sus contratos temporales. Para compensarlo, se anunciaba que los ERTE se prolongarán, de nuevo, un trimestre más. Es pan para hoy, pero no cesa la angustia de aquellos que llevan casi dos años con restricción temporal de empleo y viven con la eterna espada de Damocles sobre sus cabezas.

Pedro Sánchez ha conseguido que la eficaz operación de rescate que diseñaron los militares en Afganistán dejara atrás su desidia inicial cuando mantuvo sus vacaciones a pesar de la gravísima situación que se vivía. Remató el olvido con el acto al que acudieron las más importantes autoridades de la UE para visitar el hub de Torrejón de acogida de los refugiados, y con la llamada de teléfono de Biden, que no olvida la importancia estratégica de Rota y Morón. Con ese empujón, el presidente inició la tarea de presentarse, de nuevo, como el único salvador de la patria, el único dirigente con sentido de Estado. 

Multiplicó sus apariciones públicas, sin preguntas, y arremetió como siempre contra el PP y su falta de criterio. Inmediatamente después ha procedido a realizar cambios importantes de personas para abundar en su idea de renovar el Gobierno primero y el partido después con nuevas caras, dando protagonismo a personas más jóvenes y a mujeres, y potenciando el PSOE, llevando a Ferraz a Adriana Lastra para que trabaje en lo que le corresponde, la Vicesecretaría General del partido, muy abandonada porque daba prioridad a su tarea de portavoz parlamentario.

Egos y triunfalismos

Siempre en su actitud triunfalista, hizo alarde de su gran sentido social anunciando el incremento del Salario Mínimo Interprofesional. Obvió varios aspectos importantes: que de cada cuatro peticiones de SMI solo se aceptan tres; que hizo el anuncio antes de que se iniciaran las negociaciones con sindicatos y CEOE, y los empresarios ya han advertido que, de hacerlo, no se sostienen sus cuentas y se pueden perder miles de empleos; y, tercero, que ese incremento ha sido visto por todo el mundo como una cesión más a Podemos, que sigue tirando de la cuerda y amenaza ahora con no apoyar los Presupuestos si el Gobierno no acepta sus medidas para abaratar el coste energético.

Es precisamente la factura energética uno de los puntos que más perjudica actualmente a Pedro Sánchez, y de nada sirven las explicaciones de la ministra Ribera para intentar echar la culpa a las políticas europeas. Hoy la electricidad es más cara en España que en el resto de la UE, y el incremento del SMI no es nada comparado con lo que los españoles tendrán que pagar de más cuando les llegue el recibo de la luz a finales de los próximos meses. 

El precio de la energía se ha convertido en el gran escollo de Sánchez para que su futuro sea un camino de rosas. Lo era Cataluña hasta hace poco, pero las luchas entre los independentistas, y la convicción de la Generalitat de que gran parte de la sociedad catalana está harta de las consecuencias de la confrontación con el resto de España, han bajado los humos de los independentistas que, aunque de vez en cuando lanzan sus soflamas amenazantes -se revivirán los próximos días con la Diada- , aparentemente se conforman con que les llegue desde Moncloa el dinero que eternamente exigen.

El también triunfalismo de Pablo Casado apenas va más allá de la planta noble de la sede de Génova. La mayoría de los dirigentes regionales del PP no son tan optimistas como su presidente, y admiten abiertamente que habría que hacer algunos cambios de estrategia si pretenden recuperar La Moncloa. El partido está fuerte en Galicia, Madrid y Andalucía, se mantiene en cifras aceptables en Castilla y León y Murcia, pero apenas existe en Cataluña y en el País Vasco, y tanto en Extremadura como en Castilla-La Mancha pierde fuelle. Y sin Cataluña, es difícil un futuro prometedor. 

Ha crecido gracias a Ciudadanos, que no levanta cabeza, pero incluso se advierte en los últimos tiempos que parte de quienes votaron a Cs en tiempos de Rivera, no tienen la menor intención de apoyar al líder conservador. Sí votaron a Isabel Ayuso, y a Feijóo en Galicia, pero no les gusta el conservadurismo exacerbado de Casado y el empecinamiento en algunas posiciones que lo convierten en un dirigente con el que es difícil dialogar. Es seguro que Casado tiene razón respecto a la renovación del CGPJ, hay que acabar con su intolerable politización, pero le ha fallado una vez más su estrategia de comunicación. 

Un paseo militar

Vox, en cambio, sigue el proceso que habían diseñado, sin apartarse ni un milímetro. De vez en cuando parece un poco menos xenófobo y un poco menos homófobo, pero solo un poco. Habrá que ver cómo reacciona cuando haya que tomar decisiones sobre el número de refugiados afganos que se acogerán en España, por ejemplo. Además, sabe Vox hacerse siempre presente: desde fuera, siguen apoyando a la mayoría de los gobiernos regionales del PP -con excepción de Galicia, donde Vox no existe porque Feijóo ha sabido apañárselas para que en su feudo no tengan presencia Ciudadanos ni Vox, y el PSOE y Podemos no lograran los resultados que querían-, pero el partido de Abascal saca de vez en cuando rendimientos políticos obligando a que esos ejecutivos acepten algunas de sus iniciativas, so pena de retirar su apoyo si no lo hacen. 

Es probablemente la formación que más se consolida para formar parte de gobiernos de coalición con el PP en el futuro. Su estrategia de ir paso a paso, con unas mínimas estridencias -las justas, hace meses eran continuas- le resta votos al PP aunque en Madrid hubiera masiva fuga de votos hacia Ayuso el pasado 4 de mayo.

Podemos no es lo que fue, ni lo volverá a ser nunca. La salida de Pablo Iglesias ha sido letal, y la dirección que llevan, a la par, Ione Belarra e Irene Montero no convence ni a los más incondicionales del populismo que representaban Iglesias y Monedero. No las toman en serio. Yolanda Díaz se mueve en la indefinición, no mete mano en el partido y ni siquiera ha anunciado su candidatura a la presidencia del Ejecutivo, como se preveía. Los de Podemos la consideran excesivamente condescendiente con el PSOE, y los socialistas la ven excesivamente oportunista. Y fiable, solo lo justo. 

En cuando a Izquierda Unida, la irrelevancia de su ministro y líder, Alberto Garzón, lo ha convertido en un partido inexistente, abducido por un Podemos que no atraviesa, ni de lejos, sus mejores momentos.

Sánchez se las promete muy felices, pero se le nota excesivamente y su posición, chulesca a veces, es irritante y perjudicial para él y para su partido. Basa su fuerza, más que en sus méritos, en los deméritos de sus contrincantes. Pero si llega el día en el que Casado reaccione y acierte como líder de la oposición, entonces habrá cambiado el escenario político, que dejaría de ser un paseo militar para el presidente.