La crónica de guerra de los Gómez contra el Covid

Hilario L. Muñoz
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Francisco Gómez, médico de la Ciudad de Matrimonios; Javier Gómez, médico, investigador y docente; y Cristina Gómez, médico residente en la UCI de Alcázar, son una familia que ha vivido la dureza del coronavirus desde todos sus ángulos

La familia quiere dejar claro que la ropa empleada en la sesión fotográfica fue utilizada solo para la sesión, sacada de la lavandería y devuelta, y la mascarilla fue quitada al realizarse la imagen. - Foto: Rueda Villaverde

Cuando Cristina Gómez cierra los ojos y piensa en el año 2020, a su mente empieza a llegar el pitido de la inestabilidad, las máquinas sonando de la Unidad de Cuidados Intensivos de Alcázar de San Juan. Se trata de un sonido que no es normal, ya que una UCI suele ser un espacio silencioso. A sus 27 años vivió la pandemia en su centro en la provincia, el hospital La Mancha Centro, donde se encuentra realizando la residencia. «Se me va a quedar toda mi vida el sonido de las alarmas sonando constantemente, era el sonido de muchísimos respiradores».

Cristina es la menor de una familia de médicos. El más conocido, al menos en la capital, es su padre Francisco Gómez, el médico de la Ciudad de Matrimonios Ancianos, quien ha visto en otro frente la guerra contra el coronavirus en la provincia. En medio se encuentra Javier Gómez, que con 32 años es profesor asociado de la Facultad de Medicina y Coordinador de la Unidad de Calidad de la Gerencia de Ciudad Real y que estuvo durante un tiempo en la Dirección Provincial de Sanidad de Ciudad Real, y en la zona de control de la epidemia, como epidemiólogo en la Dirección General de Salud Pública en Toledo, donde pudo ver esa guerra desde el lado más técnico, el de enviar recursos, equipos de protección y trabajar para frenar el avance del virus. La familia tiene la panorámica completa de 2020 viendo el avance del virus y sirve para ejemplificar la lucha sin descanso que han realizado esos sanitarios a los que todos aplaudimos y dedicamos los pensamientos desde los balcones.

La familia pensó en la dureza de la enfermedad a finales de febrero. Celebraban de forma tardía el cumpleaños de Francisco, en Riópar, y llegaban noticias desde Italia, con el cierre de las fronteras y un elemento que les llamó mucho la atención: la reducción de la edad de los ingresos en UCI. «No hay una edad de ingreso mínimo, se habla de calidad de vida del paciente». Esto implica que hay personas de 80 años preparadas para entrar y otros de 40 años que quizás no. Jamás esta familia había escuchado eso de la edad. Esto generó cierto debate entre los médicos y sus parejas y una semana después estaban «en medio de una pandemia y se colapsaba el sistema sanitario».

Por una parte, Cristina fue llamada a la UCI de Alcázar, cuando estaba rotando en Ciudad Real, uno de los elementos que debe realizar todo residente. Javier fue convocado para formar con todas las medidas de seguridad necesarias al máximo de profesionales posibles sobre cómo ponerse y quitarse los equipos de protección individual. Mientras, Francisco luchaba en la residencia contra un enemigo desconocido. «Era un campo minado y el que más papeletas tenía de los tres para coger el virus era yo, porque a Cristina le llegaban etiquetados los enfermos, y Javier estaba en la administración, aunque hubo también muchos contagios», reflexiona Francisco, quien finalmente cayó enfermo.

Se trata de un momento clave para todos los que han pasado la enfermedad, pero más para esta familia porque el mayor de los hijos, analizaba los datos para poder actuar a nivel poblacional, y la pequeña veía cada día como entraban en la UCI pacientes con la edad de su padre. «Tengo grabado el domingo en el que me dicen que me van a hacer las pruebas porque tengo anosmia», recuerda Francisco. Al poco tiempo recibió un mensaje diciéndole que era positivo y se derrumbó. «Eso es de las peores cosas que he vivido», señala, entre recuerdos a su hija que se iba a Alcázar y Javier, a Toledo. Él se quedaba aislado en casa y de su mujer, explica emocionado, como también recuerda el momento en que su hija le entregó un jarabe a través de la verja de su casa, ambos llorando, sin saber muy bien qué podía pasar en las siguientes horas.

Desde la administración, Javier recuerda que en los meses de marzo y abril se vivió una situación sanitaria «preocupante» en la que todas las manos trataban de sacar adelante «todas las vidas posibles» destinando recursos y todo su tiempo a combatir la pandemia. «Era muy difícil dar abasto con tanta gente preocupada, sabiendo que todos nuestros compañeros estaban luchando y tú intentando, con lo poco que se sabía, ayudar a gestionar algo así». Desde ese cuartel general, en pleno confinamiento parecía que se estaba perdiendo, «estábamos cayendo», dice Javier, quien de forma gráfica habla de «ataque» y de una sensación de impotencia en la que parecía que todos los conocimientos no eran suficientes para frenar el virus.

Los símiles de batalla se aplican en esa lucha contra este virus, incluida la sensación de soldados de estos sanitarios que han sufrido hasta estrés postraumático, cuando pudieron calmarse pasado el mes de mayo. Entonces llegaron las noches de insomnio, las jaquecas y la necesidad de dialogar entre ellos, de contar lo que han vivido para superar lo que han visto durante esos días de colapso por el virus.

Cuando llamaba, explica Cristina, «era un llanto constante porque se mezclaba todo: la impotencia, el cansancio de estar exhausta tras 30 horas sin parar y ese punto de inflexión, cuando mi padre se contagió». Sus compañeros no sabían cómo animarla, porque cada día veían a personas como Francisco, activas, que entraban en la UCI y que necesitaban respirador. «Cruzaba los dedos para que a mi padre no le pasase nada». Tras doce días de enfermedad, por suerte, el padre se recuperó, sin necesidad de estar ingresado, pero sabía las dificultades por las que podía haber pasado. «Sufrimos mi confinamiento dentro del confinamiento», expone Francisco, que recuerda la importancia de su mujer, como la tienen las parejas de sus hijos, para haber sobrevivido este año de ‘guerra’ familiar contra el COVID-19.

Hay que tener en cuenta que en esta lucha, estos tres médicos han tenido que combatir sus propios miedos. Por ejemplo, Cristina recuerda cómo explicaba a su padre por teléfono que «así» no quería ser médico, pero él le animaba diciéndole que ahora es «cuando nos necesitan». «Mi padre nos transmitió la vocación y nos la siguió transmitiendo, incluso contagiado». Javier, por su parte, acostumbrado a trabajar en la calidad y la investigación, señala la «impotencia» al ver que no se conseguía doblegar la curva. «Es algo nuevo y no se sabía nada», le calma su padre, quien tuvo que hacer lo contrario a su labor como geriatra, pedir a los mayores que se encierren, que estén quietos, cuando buena parte de su labor es lograr que se mantengan activos. «Ahora encontramos secuelas» añade, respecto a ese tiempo vivido en el que se les pidió que se confinaran para salvar sus vidas.

«Es una enfermedad cruel, te aísla de todo, hasta muerto, porque la familia no puede despedirse y dar el último adiós», explica Cristina como una reflexión general del enemigo al que la humanidad lleva enfrentándose todo 2020. «Muchas familias, lo tenemos grabado, dejan al paciente en la puerta de Urgencias, entra andando y en 48 horas está intubado y conectado a un respirador». Se trata de «una crueldad» para la que no se está preparado.

Poco a poco los médicos, recuerdan que se han ganado batallas, no la guerra. Incluso han sonreído en algunos momentos, como el abrazo que se dio Cristina con sus compañeros de UCI cuando esas alarmas dejaron de sonar porque ya no había pacientes con respirador. Se trata de un silencio que duró poco, pero que da esperanzas de que la guerra contra el coronavirus se puede ganar aunque la tercera ola deja un nuevo repunta de contagios e ingresos que vuelve a poner a todos en alerta.