Pedro Carreño

La Ínsula

Pedro Carreño


El manchego que voló

09/11/2021

Se llamaba Antonio Morales Sevilla. Era manchego, barrudo y tuvo un sueño:  ver su pueblo desde el cielo.  Lo abrazó, lo disfrutó y murió por él.
Su historia merece algo más que una humilde columna. Y su sueño, el recuerdo perpetuo de todos aquellos que lo conocieron, para que su memoria no se desvanezca en su pueblo como la estela de un avión en el aire.
Como Ícaro, quiso acercarse al sol. Elevarse sobre la tierra y contemplarla desde lo más alto. Como Ícaro, se fabricó sus propias alas guiado, tan sólo, por su ansia de volar. Por sentirse libre. Por vivir las sensaciones que solo los elegidos -aquellos que luchan por sus sueños-, son capaces de vivir para que su existencia tenga aún más sentido. Antonio fue Ícaro en La Mancha.
Los que le conocieron, cuentan que Antonio sabía cuál sería su trágico destino. Su sueño comenzó siendo muy joven. Seguramente, admirando un bello atardecer manchego, y preguntándose qué había que hacer para perseguir esa luz y ese horizonte. Sin conocimientos aeronáuticos, sin piezas y sin herramientas adecuadas, se encerró en un pequeño taller para construir su máquina de volar. Su sueño fue el mejor libro de instrucciones.
De ese taller salió su primer Clavileño. Rudimentario, muy artesano, pero hecho por las mismas manos que intentarían elevarlo por la llanura manchega. Quienes estuvieron en aquel primer vuelo, recuerdan con emoción como aquel atrevido caballo de Sancho se elevó unos metros para caer a tierra, pasados unos eternos segundos en el aire. Lejos de desanimarse, Antonio volvió a encerrarse en su taller para perfeccionar sus alas.
Nadie sabe cómo se las ingenió. Sin hablar ni una palabra de alemán consiguió que desde allí le mandaran las piezas que necesitaba para que aquella silla de plástico, aquel viejo motor de coche, y aquellas alas metálicas, se despegarán del suelo.
Cuentan que, en uno de esos primeros vuelos, un sargento de la Guardia Civil se personó para ver la experiencia. El de la Benemérita se acercó a Antonio y le pidió los 'papeles' de la aeronave. Antonio le respondió: «cuando quiera usted, se los doy ahí arriba».
A medida que Antonio conseguía estar más tiempo en el aire, su fama y leyenda comenzaron a forjarse y expandirse. Invitaba a amigos a ver sus avances, y a que grabaran con aquellas cámaras de los ochenta sus vuelos. Uno de esos vídeos voló hasta el Japón y, desde allí, vino a su pueblo un equipo de la televisión nipona.
Cuentan que los japoneses quedaron encantados y que Antonio, con la ayuda de ese reportaje que se emitió al otro lado del mundo, consiguió hacerse con un aparato de vuelo como Dios manda. Dicen también, que muchos domingos venía a verle al pueblo otro japonés, también volando, para compartir experiencias mientras que Jesús, hermano de Antonio, les esperaba en tierra con unas gachas curiosas.
Los dos, el japonés volador y Antonio, el Icaro manchego, perdieron la vida por cumplir su sueño. El de Toledo, al derretirse sus alas cerca de su pueblo.
Hoy, sobre la lápida que lo cubre, permanece eterno un pequeño ultraligero de mármol. Y en la plaza de su pueblo, hay quien todavía eleva la mirada para recordar como Antonio, el manchego que voló, cumple su sueño: ver su pueblo desde el cielo.