Óscar del Hoyo

LA RAYUELA

Óscar del Hoyo

Periodista. Director de Servicios de Prensa Comunes (SPC) y Revista Osaca


El hombre y el mito

06/12/2020

Deslumbra. Con un don impropio de un chaval de 10 años, da toques a un balón en una cancha de polvo y arena a las afueras de Villa Fiorito, uno de los arrabales de Buenos Aires donde la inmundicia y la pobreza se dan la mano. Uno, dos, tres, cuatro... El Diego, que ya es la estrella de Los cebollitas, equipo mítico de las categorías inferiores de Argentinos Juniors, no permite que el cuero caiga al suelo. De un pie al otro, con la cabeza, con el hombro, el pibe ejecuta malabares imposibles que la gran mayoría de los jugadores profesionales de los años 70 son incapaces de hacer. A Maradona, el quinto de ocho hermanos que ya hacía lo mismo con una naranja o una bola de papel que con la pelota, le preguntan cuál es sueño. Él, con la mirada inocente de un niño, no duda un instante: «Son dos: Jugar un Mundial y salir campeón».    
Su infancia está marcada por la necesidad. Hay días que se come y otros en los que no queda más remedio que engañar al estómago sin nada que llevarse a la boca. La vivienda, de chapa y madera, no tiene baño, se lavan con el agua que recogen en bidones, y, pese a que en la familia son 10, únicamente cuenta con un pequeño comedor y dos habitaciones; una para sus padres y la otra para los ocho chiquillos. El poco dinero que entra procede del salario de su progenitor, que trabaja a destajo en una fábrica para sacar adelante a su prole. La batalla es diaria. Hay que buscarse la vida para sobrevivir. Y El Pelusa, desde que su primo Beto le regala a los tres años su primer balón con el que duerme abrazado, lo ve claro: con el fútbol, pronto podrá mejorar las condiciones de su familia.
Y así es. Seis años más tarde, El 10 debuta en Primera División tras firmar un contrato en el que exige la compra de una nueva casa para el clan Maradona cerca del estadio. Atrás quedan las penurias de Villa Fiorito y tres meses después es convocado con la selección argentina. Sus gambetas, esas que sólo él ejecuta y que aprendió en el barro de los potreros, su exquisita conducción de balón, sus impredecibles cambios de ritmo, su forma de entender el juego adelantada a su tiempo, su zurda magistral, parecía tener un guante en el pie, y sus goles imposibles le convierten en un fenómeno mediático que no tarda en traspasar fronteras.
Europa llama a su puerta, pero el régimen de Videla impide su salida y provoca que en 1981 fiche por Boca Juniors y acreciente su leyenda. Al año siguiente se celebra el Mundial de España, donde Diego cumple el primero de sus dos sueños, deja escasas pinceladas de su clase y acaba siendo expulsado el mismo día que su selección cae eliminada. Semanas antes, el Barcelona había oficializado su fichaje, con el traspaso más alto de la historia del fútbol: 1.200 millones de las antiguas pesetas. La expectación que genera es enorme. Se erige en un icono para las marcas que ven en su imagen la forma de llegar al gran público.
Sin embargo, la Ciudad Condal también supone el principio del fin del astro argentino, perjudicado por un entorno que siempre estaba en su mansión de Pedralbes y que le empujó a ser un asiduo de la vida nocturna, del alcohol y de las fiestas con prostitutas y travestis. Las luces, entonces, dan paso a las primeras sombras, hasta el punto de que en diciembre causa baja por tres meses por lo que los servicios médicos del club tildan de hepatitis, aunque, en realidad, es una enfermedad venérea. Aún así, El Pelusa deja su mágica huella sobre el terreno de juego, pero la fractura de tobillo, tras la brutal entrada de Goicoechea, le vuelve a apartar de las canchas. Maradona se va a recuperar a sudamérica y lo hace en tiempo récord, pero sus líos tanto dentro -agresiones en la final de la Copa del Rey- como fuera del césped -los excesos cada vez son mayores y en uno de sus quilombos se inicia en el consumo de cocaína- provocan su salida a Nápoles.
La ciudad italiana se rinde a sus pies y se convierte en ídolo de masas. Por el camino, llega el cénit de su carrera con la disputa del Mundial de México. En la retina de todos permanece el partido de cuartos en el estadio Azteca contra una Inglaterra frente a la que su país había perdido cuatro años antes la guerra de las Malvinas. Emblemático su primer gol, con la famosa mano de Dios, e inolvidable el segundo, partiendo desde el centro del campo, driblando a todos sus oponentes, hasta llegar a la portería rival. Barrillete cósmico, ¿de qué planeta viniste? Allí cumple su segundo sueño, alza la Copa del Mundo tras una final titánica contra Alemania y se corona como el Rey del fútbol mundial. 
Su carrera no acaba ahí, la exprime  hasta que su cuerpo dice basta, igual que su vida, la de aquel niño de Villa Fiorito que se divertía dando toques a cualquier cosa, que seguiría por un camino de autodestrucción, enfermo de fama y de sí mismo, plagado de adicciones, violencia machista y escándalos, un partido que El Diego no supo ganar. El mito caído ya es eterno.