Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


Días de libros y rosas

27/04/2022

Entre los últimos coletazos de un invierno que se resiste a abandonarnos y las primeras caricias de la primavera, tras haber recuperado la espléndida normalidad de la Semana Santa toledana, regresan a nuestras vidas, como olas que se superponen al alcanzar la playa, nuevas ocasiones de celebrar, festejar, compartir. Nuevas oportunidades de ir echando el cerrojo a esa prisión de profunda oscuridad en la que nos encerró la pandemia. Un 23 de abril ha llegado, cargado de libros y flores en espléndido mestizaje, pues la cultura es eso, encuentro, apropiación, don y entrega; mestizaje fecundo que nos ha regalado la hermosa costumbre de intercambiar rosas y libros, en abrazo fraterno que empareja a Cervantes con Sant Jordi, al soldado escritor con el santo caballero vencedor de dragones. Las calles se han llenado de la fragancia exquisita de las flores, mezclada con ese otro aroma, inconfundible y delicioso, de los libros nuevos, recién abiertos como la roja corola de los rosales en primavera. De nuevo hemos podido repetir ese rito maravilloso de ojear y hojear, de peregrinar de una librería a otra, de charlar sobre esta o aquella obra, clásica o novedosa, poética o histórica, realista o fantasiosa.
Soy un amante de los libros. Muy pequeño, quizá con cuatro años, aprendí a leer –me parece monstruosa esa aberración de las novísimas corrientes pedagógicas que retrasan el momento de comenzar a disfrutar de la literatura, basándose en especiosos y absurdos argumentos-, en aquella humilde escuela de Solanilla donde don Mariano, el maestro, trataba de atender a una mezcolanza de alumnos de todas las edades, y que hoy ya no existe, ocupado su solar por la escultura que en homenaje a Florinda la Cava realizó Gabriel Cruz Marcos, acompañada por los versos que mi entrañable profesora de francés, Marina Riaño, compuso evocando a la legendaria hija del conde don Julián.
Los libros son vida, son libertad, son belleza. Rompen las limitaciones con que el tiempo y el espacio someten a los humanos; nos impelen a buscar nuevas fronteras que atravesar, nuevos paisajes que contemplar. Con ellos nos sumergimos en el hondón de nuestro ser o trascendemos lo material para palpar, tomases incrédulos, lo más divino. Decía la poetisa estadounidense Emily Dickinson que si se quiere viajar lejos, no hay mejor nave que un libro. Nave que surca mares, ríos, espacios siderales o ese océano inabarcable que es el alma humana. Todo está en los libros, repetía una canción escuchada en mi niñez, tal vez en aquél genial programa que fue 'La bola de cristal'. Sí, toda la inconmensurable riqueza humana se custodia en ellos.
Como sostenía Tomás de Kempis, «in omnibus requiem quaesivi, et nusquam inveni nisi in angulo cum libro», que en la rica y bella lengua de Castilla significa que «por doquier busqué la paz, sin hallarla más que en un rincón y con un libro».
Opinión que suscribo. Y disfruto.

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