Antonio Herraiz

DESDE EL ALTO TAJO

Antonio Herraiz


Un beso de papel

01/05/2020

Cuando escribo estas letras, ya estamos a treinta del abril cumplido. Alégrate dama que mayo ha venido. Cuando tú las leas, mayo ya habrá llegado. Bienvenido sea. En Ruguilla, pedanía de Cifuentes, en la Alcarria alta, la ceremonia está clara: hasta que no llega la medianoche no se entona ningún mayo, lo que no impide que suenen otras músicas en las bodegas mientras corren los porrones de mano en mano. La tarde ha pasado rápida; han dado las doce y ya viene tu galán/ prometiendo mayo/ con verdes pimpollos/ blancos y encarnados. Pero no ha podido ser y mayo ha llegado demasiado solitario. La Ermita de la Soledad está cerrada. No hay velas que iluminen el camino, la Virgen está rodeada de oscuridad y ninguna moza ha anunciado su presencia para ser rondada. La tradición se ha revestido de una virtualidad con la que siempre había estado reñida. Hasta hoy, donde los más ancestrales acontecimientos se transforman en un frío vídeo de YouTube en el que suena también la música, quizá con idéntico sentimiento pero con el alma triste.
El renacer cíclico de la primavera nos ha acercado también, casi en silencio, al día de la madre. Lo de no poder rondar es pasajero pero, abrazo que no das, abrazo que se pierde. ¡Y se están quedando tantos en el camino! De haber podido tocar el violín esta noche, habría sido gracias a mi madre, a la que le adeudo unos cuantos achuchones. Demasiados. Si hay alguien que se interesó porque aprendiera música fue ella, con su impulso y decisión en tantos momentos. Puestos a recordar, la lista sería tan larga como impagable, aunque en todas las vidas hay un hito que te marca para siempre.
Fue a finales de los ochenta. El director Odón Alonso organizó una cuidada interpretación del Diluvio de Noé de Benjamin Britten con una orquesta compuesta mayoritariamente por niños. Aquello fue en el Palacio de Congresos del Paseo de la Castellana. Pedro León, el inolvidable profesor y concertino de la orquesta de RTVE, quería que fuéramos unos cuantos estudiantes de Guadalajara. Cuando lo conté en casa mi padre no pareció muy entusiasmado. Veía Madrid demasiado lejos y peligroso, a pesar de la escasa distancia física. «No te preocupes. Iremos los dos», sentenció doña Concha. Y allí que nos plantamos, cada tarde, durante varias jornadas de ensayo, hasta que llegó el día del estreno ante un auditorio abarrotado, recibiendo un trato de auténticos músicos profesionales. Después vinieron muchas más y ella siempre remando a favor cuando las fuerzas o el interés decaían.
En estos 50 días que llevamos sin vernos, no ha dejado de escucharme. El día que la llame el EGM se van a enterar de lo que es una oyente fiel. Fue también ella la que me llevó por primera vez a un estudio de radio. Eran vísperas de Navidad. Mi hermana Ana había ganado un concurso de cuentos y el párroco, Victorio Lorente, que por entonces hacía un programa nocturno en la Cadena Rato, le invitó a leerlo en antena. No tendría más de cinco años y me debí de poner tan pesado que mi madre no tuvo más remedio que llevarme con ellas. En ese primer contacto con el medio al que llevo enganchado media vida, también estuvo ella.
En estos días que hemos visto cómo se ha marchado parte de una generación, de su generación, me resisto a la virtualidad. La eterna gratitud y el beso que te debería haber dado van junto a estas líneas impresas en una hoja de periódico. Que es de lo poco palpable que hemos podido conservar.