Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


Valdemoro

11/11/2020

José Antonio Sánchez-Valdemoro Romero-Salazar. Ese era su nombre completo. Rotundo. Solemne. Aunque Valdemoro, como le llamábamos, no era para nada solemne. Sí era, en cambio, rotundo. Rotundo en su compromiso evangélico con los más marginados de la sociedad, de modo particular con sus queridos presos de la cárcel de Ocaña, donde ejerció como capellán durante muchos años. Labor que compaginaba con la docencia del Derecho Canónico en el Seminario y la capellanía del colegio Tavera, así como con otras múltiples tareas, siempre en las periferias existenciales, como las denominaría el papa Francisco.
El trabajo en la cárcel era su pasión. Recuerdo que, en los tiempos en los que fui su alumno, siempre comenzaba las clases con una oración en la que presentaba alguna necesidad especial de cualquiera de los presos a los que atendía. Y, a continuación, aquellas clases en las que la aridez del Ius Canonicum era regada con la pasión por el Evangelio, que daba vida a la frialdad de los cánones, convirtiéndolos no en un fardo pesado sino en ayuda para practicar la virtud de la justicia en el seno de la Iglesia. Porque esta era su gran pasión, la Iglesia, a la que amaba desde el compromiso de su ministerio sacerdotal, siempre abierto al soplo renovador del Espíritu Santo, que le llevaba a estar atento a los nuevos carismas que iban surgiendo tras la renovación del Concilio Vaticano II.
El pasado martes 3 me llegaba, por diversos conductos, la noticia de su fallecimiento a causa de la Covid-19. Otra muerte más, dentro del continuo goteo que, terriblemente, parece que, por su cotidianeidad, ya no nos conmueve. Es tal vez  la más perversa secuela de la pandemia, el olvido de la piedad por los muertos, convertidos en una rutina diaria que leemos con la misma indiferencia que el estado del tiempo o el atropello de un lince. Sólo cuando esa dolorosa lista se encarna en un nombre propio, cercano, conocido, volvemos a la escalofriante realidad que nos envuelve. Así fue mi reacción al saber la muerte de José Antonio. Todo demasiado rápido, consecuencia del brote del virus en la Casa Sacerdotal de Toledo. Hacía tiempo que no hablaba con él, y teníamos pendientes aún muchos temas de los que, en mis investigaciones históricas, esperaba su testimonio como protagonista de los profundos cambios eclesiales de estos últimos sesenta años. Valdemoro te envolvía con el entusiasmo juvenil con el que afrontaba los nuevos retos. Siempre agradeceré el ánimo que me daba en mis trabajos literarios e históricos, el aliento que me transmitía y algún proyecto que quedará tristemente en el tintero.
Nacido en Orgaz un diecisiete de octubre de 1930, su ímpetu parecía desmentir los noventa años que llevaba a cuestas. Allí, al amparo de su Virgen del Socorro, en la muy noble, antigua y leal villa, espera la resurrección quien fue noble de corazón, sinceramente leal y antiguo sólo en la edad.