Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


Otoño en La Granja

30/10/2019

Quizá sea uno de los lugares más bellos y deliciosos de España. El Real Sitio de la Granja de San Ildefonso. El capricho y la necesidad de un rey, Felipe V. Capricho, porque se volcó en convertirlo en una pequeña joya artística, plena de arte y belleza. Necesidad, porque era el lugar donde su espíritu atormentado encontraba la paz y el sosiego que anhelaba, un oasis donde podía dedicarse a sus devociones religiosas, único solaz de su alma, mientras su intrigante esposa, la todopoderosa Isabel de Farnesio, dirigía los hilos que gobernaban la aún inmensa Monarquía Católica de España.
Cuando se habla de San Ildefonso se piensa de inmediato en Versalles. El esplendor de sus jardines así nos lo evoca. Pero el modelo no fue el imponente palacio del Rey Sol, sino Marly, un pequeño palacete, desaparecido durante el Primer Imperio, llamado en su tiempo el ‘santuario de los santos’, un lugar donde Luis XIV se sentía verdaderamente dichoso, alejado de los problemas de la Corte.
Soy un enamorado de este entorno único. Lo visito con frecuencia. Deambulando por él siempre encuentro paz, sosiego, inspiración. Me encanta sumergirme en la belleza que ofrecen sus fuentes, su arboleda, las montañas que le sirven de cierre natural.
Esta belleza se acrecienta hasta niveles insospechados en otoño. Mientras el suelo se recubre con un tapiz amarillo, no menos hermoso que los de la espléndida colección que alberga el palacio, una bóveda multicolor, con toda la riquísima variedad cromática del otoño, nos cubre y cobija. Sobre las peladas rocas que sobresalen tras los pinos de Valsaín, las primeras nieves muestran su blanco manto. Este año, sin embargo, un color distinto nos habla de la tragedia del terrible incendio del verano, un desgarrón negruzco y marrón oscuro que a modo de lepra hiere una de las laderas.
El lugar de reposo de los reyes es ahora un ámbito de esparcimiento para la ciudadanía. Vale la pena recorrer los jardines sin prisa, sin agobios, cerrando los ojos para dejarse traspasar por los ruidos del silencio, abriéndolos para gozar de la sinfonía de colores que nos embriaga, en estos días ese verde amarillento que estalla radiante acariciado por los rayos dorados del sol de otoño. Aspirando los olores intensos que brotan de los pinos, de las flores que aún luchan por esmaltar los verdes setos, de las hojas que la humedad pudre como alimento fecundador de la tierra, que en breve dormirá arropada por las nieves del invierno.
Y, antes o después, disfrutar de la pequeña alhaja que es el palacio, dejándose deslumbrar por la hermosura de sus frescos, por la belleza de su extraordinaria decoración, por la evocación de un tiempo pasado, lleno, sin duda, de luces y sombras, pero que aspiraba aún a lo bello. Una oportunidad de olvidar, por unos instantes maravillosos, la grisura y mediocridad que en tantas ocasiones imperan en nuestro mundo.