Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


Otoño romano

04/12/2019

Soy un apasionado de Roma. He vivido en la Urbe, y con frecuencia regreso por mis trabajos de investigación. Sus calles, monumentos, sus plazas y gentes me resultan profundamente entrañables. Cada vez que vuelvo, me reencuentro con mi historia personal y me siento en casa. Y cada ocasión es siempre una oportunidad de descubrir nuevos rincones, desconocidos aspectos de esta ciudad sorprendente.
La belleza de Roma es una hermosura multiforme, cambiante. Cada época del año produce una metamorfosis en su aspecto, que se presenta con variados matices, con tornasolados colores, que hacen que sea la misma y diversa a la vez.
El otoño resulta particularmente bello en Roma. En estos últimos días de noviembre, y cuando diciembre arranca su carrera hacia la consumación del año, al encuentro del rostro bifronte de Jano, la ciudad se reviste de tonos dorados, que llenan de calidez el mármol de los viejos templos, transfiguran en antorchas las cúpulas de iglesias y basílicas y acarician las amarillentas hojas que aún se aferran a los plátanos que custodian el Tíber. La lluvia frecuente esmalta los sampietrini de un negro azabache, mientras las torres y fachadas se desdoblan en el suelo, rotas por las pisadas de apresurados turistas en busca de una nueva foto que compartir, en vorágine plástica, en las redes sociales.
Esta Roma otoñal invita a ser recorrida con pausa, con un sosiego que no es el de las masas de visitantes que pretenden, en pocas horas, aprehender su desmesurada belleza. Perderse en los estrechos callejones romanos, entrar en las pequeñas iglesias ignoradas por los turoperadores, escudriñar jardines llenos de decadencia y romanticismo. Una Roma oculta, que sólo se muestra al que la ama; a quien, dejando a un lado la vertiginosa planificación del viajero apresurado, se olvida del tiempo y deambula sin rumbo, envuelto en ese silencio sólo roto por el tañer de las campanas.
Roma es una y son muchas. La Roma del esplendor imperial, derramado por los Foros o incrustado en otras viejas construcciones, que rehacían la ciudad a base de destruirla. Es la ciudad medieval, apenas superviviente de los fastos mussolinianos. La ciudad renacentista, con los ecos de Miguel Ángel o Rafael. Aunque sobre todo es la urbe barroca, la que se extasía con Bernini o Borromini, la que se escandaliza con la crudeza de Caravaggio y sus violentos claroscuros, la que se retuerce en brutales escorzos en retablos y fachadas. La ciudad decadente del XIX, la innovadora y brutal del XX y la desnortada del XXI.
Amo Roma. Amo su historia, su belleza y su decadencia, su esplendor y su suciedad. ‘Civis romanus sum’. Aunque todos lo somos. Nuestra historia, nuestra cultura, arte, ciencia, nuestros anhelos de libertad y respeto a la individualidad brotan de la fuente fecunda de la romanidad, aderezada por el esplendor de Grecia y la espiritualidad cristiana.
Más tampoco olviden lo que dijo el poeta, «después de Roma, Toledo».