Pilar Gil Adrados

Entre Encinas

Pilar Gil Adrados


Idealismo rural

17/09/2020

El idealismo como teoría filosófica plantea que la realidad que seremos capaces de conocer, será siempre fruto de nuestra mente, puesto que la forma en que aprehendemos las cosas dependerá de las ideas que nos hayamos forjado sobre ellas. No existe para el idealismo la realidad de las cosas sin un sujeto que sea consciente de ellas, que las mira y observa influido por su marco contextual y axiológico. El realismo, sin ser antagónico, tampoco rechazaría de plano como reales a nuestras creencias, emociones, sensaciones, deseos e ilusiones, porque alguna idea abstracta deberíamos admitir como real, pero casi.
Antaño, andábamos algunos, no pocos, preocupados y ocupados tanto en buscar soluciones a los problemas y las deficiencias de los espacios rurales, contrapunto de los urbanos, como en aprovechar sus grandes virtudes y oportunidades. Hogaño, muchos más muestran mayor predisposición como resultado de la medidas restrictivas a las que ha obligado la pandemia ocasionada por SARS-CoV-2.  Ahora son muchos los que perciben el campo y los pueblos como espacios naturales y abiertos adecuados a la demanda generada por los necesarios cambios en los hábitos sociales y laborales.
Si bien, a mi entender, algunos recrean el panorama  con idealismo rural. Dibujan en su mente un modelo de perfección ideal donde se reúnen todas las bondades y se pueden colmar todas las necesidades materiales y espirituales del individuo. Un movimiento, aunque sin nombre cerca del ruralismo mágico, que desafía con superar en incondicionales a los adeptos al neorruralismo de los sesenta que se adorna con éxitos pero también con sonoros fracasos.
Creo que son la nostalgia y la fantasía los principales ingredientes de este nuevo idealismo rural. La nostalgia, que vive en el complejo mundo de la memoria y los recuerdos, porque, como sabemos, siendo caritativa nos hace olvidar los malos recuerdos y ensalzar los buenos que siempre añoraremos. La vida frenética que imprimen las ciudades a sus habitantes nos hacen admirar la vida sencilla y el bienestar de la cotidianidad rural de nuestros antepasados. Y olvidamos que entre las raíces de nuestro sistema económico, demasiado centrado en el sector terciario, está el fuerte desarrollo económico español, entre 1957 y la crisis del petróleo de 1973, que propició el éxodo rural, al ofrecer a la gente con muy pocos recursos ocupación en las áreas industriales. El pasado no vuelve y, a veces, a lo mejor hay que apostar por la destrucción creativa por la que aboga Schumpeter.
Con la fantasía creamos un mundo imaginario que culmina nuestras expectativas y aspiraciones porque obviamos las realidades que nos alejan de la imagen ideal que andamos buscamos. Pasamos por alto minucias como que no es lo mismo vivir en el campo que en un pueblo, puesto que por pequeño que este sea dispone de servicios comunes de los que debes ocuparte si vives en el campo. Y que pesan la soledad de la despoblación, la falta de promoción económica e infraestructuras y la desconexión digital.
Pero, no es menos cierto, que el entusiasmo del idealismo rural nos puede empujar hacia nuevos horizontes rurales.