Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


Hijos de Caín

06/05/2020

Suelo ser positivo por naturaleza, siempre trato de ver la botella medio llena, buscando el lado bueno de las cosas. Pero últimamente estoy profundamente preocupado. No sólo por el terrible drama de la pandemia que nos está azotando, con su desgarradora secuela de fallecidos y la oscura amenaza de una honda crisis económica, en la que es probablemente nuestra mayor crisis como sociedad desde la guerra civil. Junto a esto, constato la existencia de otro grave virus que se va extendiendo entre nosotros y que puede significar, para nuestro futuro como colectividad, una amenaza mucho más profunda y destructora. Se trata de la creciente intolerancia hacia el que piensa distinto, sobre todo a nivel político, una violencia verbal que descalifica no sólo las ideas sino que se extiende a la propia persona del que disiente de nuestro modo de entender cómo ha de configurarse la sociedad, un rechazo que considera inadmisible que haya otras cosmovisiones.
Se está propiciando que crezca la voluntad de no convivir, excluyendo al disidente, descalificándole, incluso animalizándole. No es un fenómeno nuevo, se ha dado a lo largo de la historia con demasiada frecuencia y el siglo XX abunda en ello especialmente. Si el otro queda deshumanizado, no sólo sus ideas resultan devaluadas, sino que su propia realidad como persona desaparece, es identificable con un animal dañino, al que se le puede aniquilar si llegara el caso. ¿Exagero? Basta entrar en las redes sociales, mundo paralelo, pero en el que parece desarrollarse la existencia de muchas personas. Twitter es quizá el ejemplo más claro. Una magnífica herramienta de comunicación, susceptible de convertirse en un espacio de diálogo y confrontación de ideas, se ha transformado en una sentina de odio, donde la amenaza física puede palparse. Un abanico de ‘antis’, desde los antifascistas a los anticomunistas, van sembrando de aversión, de aborrecimiento, de inquina las redes, machacando, destrozando verbalmente al contrario. Desde el odio profundo, desde el rechazo más visceral. Pero no solo en Internet. El debate político, los medios de comunicación, las conversaciones, todo se tiñe de esa intolerancia creciente. De cainismo.
Una sociedad plural como la nuestra es lógico que abunde en posturas ideológicas, en profesiones de fe, en planteamientos económicos y sociales diferentes y opuestos. Es normal estar en desacuerdo con otros posicionamientos. Pero lo que no es admisible es la negación del otro por su forma de pensar. Se puede y se debe disentir, pero siempre desde el respeto a la persona, aunque se tenga la certeza de su error.
Conozco demasiado bien, por mis investigaciones, los años treinta en España y Europa. Por eso me aterra y preocupa lo que veo y oigo. «La flor de la guerra civil es infecunda», dijo hace mil años el poeta cordobés Ibn Házam, cuando se hundía el califato. El odio sólo genera dolor, muerte, destrucción.
Me gustaría que mis prevenciones fueran infundadas. Deseo equivocarme. Temo no hacerlo.