Bienvenido Maquedano

La espada de madera

Bienvenido Maquedano


Ventana

22/09/2020

Lo compré en un tenderete de almoneda de la Place du Grand Sablon, en Bruselas. Fue a finales del año pasado y yo era consciente de que era feliz, lo que tiene su mérito porque ahora, meses después, gran parte de la gente ha averiguado que el año pasado lo era. Más que una compra fue un rescate. La tendera se tapaba el pelo y las orejas con un pañuelo anudado bajo la barbilla y se defendía de la llovizna fría con un impermeable marrón. Pudimos vernos las caras, la sonrisa o la mueca, regatear de cerca y darnos la mano tras cerrar el trato. El cuadro que compré estaba en una caja con otros veinte. Tiene un palmo de largo por medio de alto, un discreto marco dorado y un cristal que protege una acuarela de paisaje. Me pareció hermoso porque el pintor sólo usó tres o cuatro colores degradados para dibujar una playa estaquillada, un mar en calma con ondas que desaparecen en la arena y tres horizontes cada vez más lejanos: isla con fuerte, muelle, faro. El día del cuadro estaba nublado o las pastillas de azules y amarillos del artista estaban gastadas. Abajo, en la esquina izquierda, se encontraba la razón por la que pagué quince euros.
La diferencia de esta acuarela con otras mil son las palabras escritas por el autor. Para mí, una imagen no vale más que mil palabras. Al contrario, ese puñado de palabras son las que me conectan con el desconocido. Está el nombre del pintor, del que no he encontrado nada en ese pozo sin fondo aparente que es Internet; también la fecha, el lugar y la dirección desde la que fue pintado. Un tal H. Peemaan dedicó el 10 de octubre de 1916 a representar la playa bretona de Saint Malo desde su ventana del hospital. Ese año se juntó la Primera Guerra Mundial con la gripe española. Cualquiera de las dos razones pudo llevar a Peemaan (¿Belga?, escribe en francés) al confinamiento en la cama del hospital. Contaba con una ventana enfrentada a la isla de Gran-Bé, donde reposan los huesos de Chateaubriand; una caja de acuarelas mermada y el talento justo para que a lo largo de ciento cuatro años haya habido gente que lo ha librado del olvido.
Por mi cumpleaños pedí una caja de acuarelas y un bloc. Desde la ventana de mi casa sólo veo el muro macizo de un convento de monjas de clausura y no sé pintar. Pero veo que se acercan largas horas de encierro y, gracias a un tipo de hace un siglo, tengo la oportunidad de emborronar papeles con un mar calmo, un mausoleo de escritor, un muelle azul pobreza y un faro apagado.