Bienvenido Maquedano

La espada de madera

Bienvenido Maquedano


Ríos

15/12/2020

Me gusta poner el belén porque es un resumen de lo que soy, que es lo mismo que decir de dónde vengo. Las montañas de Herodes son planchas de corcho de La Corchuela, cerca de Oropesa, y me las regaló el mejor jefe que he tenido, un tipo de Parrillas. Las figuras más antiguas las heredé y son de dos clases. Las más valiosas son de arcilla cocida y pintada con esmaltes. Se compraban en Talavera, aunque dudo que las fabricasen allí, y representan a un pastor con cayado de alambre y tres ovejas, una lavandera arrodillada con blusa azul, una pastora de curva praxiteliana con un queso al hombro, y una hilandera de manto granate y pañuelo blanco y gato a los pies. Las de plástico conservan el olor, lo naif y los recuerdos con sabor a turrón de guirlache de los años setenta: Herodes, un soldado romano con el gladius desenvainado, burros, camellos, pajecillos, un oferente postrado de pecho desnudo, alguna gallina y un elefante. Aunque en su día tuvimos una choza de paja, un molino con aspas de papel y algunas casas para vestir el fondo, ahora sólo sobreviven el castillo, el pozo y el puente.
Desde que los tiempos cambiaron en favor de la protección del medio ambiente, no he vuelto a tener musgo, ni nieve de harina, ni caminos de serrín o miga de pan. Por eso mi belén ya no representa el paisaje invernal del pueblo, sino una aridez desértica construida con arena. En mi belén, de figuritas mezcladas sin el menor respeto por la escala o la estética, nunca faltan un río y un par de cabezas cortadas que hacen el efecto de nadadores y un pescador con la caña lanzada a ver si pican.
Soy un hombre de río. Nací muy cerca del Tajo, busqué tesoros en sus orillas, pesqué barbos con mi padre, lancé cascotes desde la altura de las torres cortadas de un puente medieval. Por eso me sentí en casa cuando remonté sus aguas para quedarme en Toledo; por lo mismo me faltaba algo en Madrid, donde no podía masticar el tufo denso a peces que impregna las nieblas pegajosas del invierno. El Danubio me hizo conocer la historia trágica de mi abuelo, en el Dordoña recuperé la sensación de nadar en aguas corrientes, junto al Támesis se me apareció Conan Doyle, leyendo a Conrad navegué por el Congo y leyendo a Twain descubrí el Misisipi de los barcos a vapor. Siento la llamada acuciante del río Magdalena en Colombia, y la del Nilo con sus espíritus de arqueólogos muertos. La maravilla es que todo eso me cabe en el pedazo de papel de aluminio que atraviesa la polvareda de arena del belén de mi casa.