Ilia Galán

LA OTRA MIRADA

Ilia Galán

Poeta y filósofo


Corpus y ánima

06/06/2021

Llegó el tiempo veraniego donde abiertos sexos vegetales, rescoldo de primavera, tapizaban antes los suelos en muchos pueblos, alfombras florales que entusiasmaban a sus habitantes y a los visitantes, pétalos de la belleza que ornamenta los campos nuestros, la misma que alabara el Nazareno, pues ni Salomón con toda su gloria, con todas las modas de su momento, vistió jamás como un lirio de aquellas praderas en Galilea, los lirios de España, iris germanica, o tal vez fueran otras plantas... Poco importa; lo relevante es el fondo, que no hay que preocuparse tanto por las apariencias ni el mundo externo, que la naturaleza ya está hecha con esplendor manifiesto, la obra de arte divina de la que somos parte. Pero llegó la peste, el virus maléfico, y no pueden hacerse extremos. Al fin y al cabo, Jesús de Nazaret no pedía fastos, aunque se los damos, sino amor a Dios y a los otros, como a uno mismo.

Las devociones populares, las que unían al entero pueblo o a ciudades como Toledo tienen un encanto especial donde lo bello es lo que unos y otros, colaborando, hacemos. Como la majestuosidad de una catedral. España es un país teatral, barroco, como se ve en su religiosidad externa y ostentosa, sensual, donde se llora con las estatuas que en volandas se llevan o arrastrando sobre carros majestuosos, como en los tiempos de Felipe IV, España es fastuosa con las procesiones, mantillas, velas y penitencias extremas. España es retorcida, radical, exagerada y lo mismo que vive la piel y besa o hiere con fiereza, también el ánima, la espiritualidad se guía por pasiones y por su sangre hirviente, cuando se enciende.

Ahora es la política lo que nos estremece, cuando ya la plaga, con no pocas prudencias, parece que remite, pues allá vemos la falta de espíritu, nuestra barbarie, pero esa animosidad malsana que hace degollarse los unos a los otros con denuestos e improperios feos no parece beneficiarnos tanto, pues no siempre el pueblo es tonto, según parecen tratarnos los dirigentes, y vemos el teatro que hacen, malo, donde ejercen fatalmente los papeles.

El Cristo que en la fe de mis abuelos y los abuelos de mis abuelos, y la que yo tengo, se deja comer uniéndose a su devorador y está escondido en la forma del pan, el fruto de nuestros trigos, o en la del vino, divino, muestra la humildad del Infinito escondido en lo finito, en los límites de una apariencia redonda, blanquecina, apta para la adoración o la blasfemia, para el beso o el salivazo. ¡Qué diferencia entre el Galileo sencillo y bueno, con la vanidad y soberbia que nos gobierna! La humildad del Rey del universo que se deja pasear, cuando lo permite el tiempo creado desde la eternidad, por nuestras plazas y callejas...