Fernando Díez Moreno

Política y Humanismo

Fernando Díez Moreno


El Estado moderno (III)

14/06/2021

En las anteriores colaboraciones venimos reflexionando sobre los problemas del Estado moderno y la necesidad de su adelgazamiento. Pero hace falta mucho coraje para acometer la tarea de reformar el sector público y de reducirlo.
Si se hiciera bien, el Estado podría proveer los mismos servicios públicos con un coste menor. Se da la circunstancia de que prestaciones y beneficios que, originariamente, estaban concebidos para las clases necesitadas, han devenido en derechos constitucionales para todos los ciudadanos, y de manera especial para los de más edad.
Se ha confundido así el ‘Estados social’ (artículo 2 de la Constitución Española), que obliga solamente a prestaciones básicas, con el ‘Estado del bienestar’ cuya regla de oro es el ‘gratis total’, lo que lleva al abuso y al sobreconsumo. Si no se quiere adelgazar al Estado tendremos menos libertad e impuestos más altos. A lo cual se une un incremento de la presión demográfica de nuestros mayores. Se da la paradoja de que debíamos ir hacia la transición de un Estado grande hacia un Estado pequeño, y vamos de una sociedad pequeña a otra grande, en lo que se refiere a prestaciones sociales obligatorias.
En efecto, en la mayoría de los países ricos o desarrollados el envejecimiento de la población eleva el coste de la sanidad pública y el nivel de las aportaciones para pagar las pensiones. Mientras, los países emergentes que van accediendo al desarrollo se preguntan qué tipo de Estado necesitan para hacer frente a las demandas de sus ciudadanos en materia de enseñanza, sanidad o infraestructuras.
El control de la política desde el Estado implica responder a los siguientes interrogantes: ¿cómo puede el Gobierno ser más eficiente?; ¿qué debe hacer el Gobierno y que debe hacer la sociedad civil?; ¿a cuál de las múltiples demandas que plantea la sociedad debe responderse?
Hay práctica unanimidad en considerar que el Estado no es eficiente y que se encuentra muy retrasado respecto a la eficiencia del sector privado. Todos tenemos experiencias personales en esta afirmación. Se da incluso el caso de instituciones que, en un sistema democrático, debían servir a los ciudadanos se convierten en ‘señores’ de los ciudadanos.
Las dificultades del cambio vienen desde todos los lados del espectro político: de las empresas privadas que buscan favores en forma de contratos; de los sindicatos del sector público que impiden o dificultan cualquier modificación si no se paga el oportuno peaje; y de la burocracia, que rechaza cualquier cambio que imponga pérdida de privilegios o de estatus. Siempre que se ha intentado una reforma, se tiene la sensación de que lo único que se consigue es no empeorar.  
Otro problema es el gasto público. La media del gasto público, medido en porcentaje del PIB, en los países desarrollados ha tenido una evolución de debería hacer reflexionar. Así en países como Austria, Bélgica, Reino Unido, Canadá, Francia, Alemania, Italia, Japón, Holanda, España, Suiza, Suecia y USA, esa media ha pasado del 10,4% en 1870 al 47,7% en 2009. Esta media es superada por Austria (52,3%), Bélgica (54%), Francia (56%), Italia (51,9) y Suecia (52, 7%). España también supera la media (52,73% en 2020) aunque con frecuencia se ocultan o manipulan los datos.
¿Somos conscientes los ciudadanos de que el Estado tiene un gasto público que supera la mitad de nuestra riqueza medida en términos del Producto Interior Bruto? Creo que no porque el ciudadano piensa que las cifras macroeconómicas no le afectan. Pero sí ha de comprender que como el gasto público no puede pagarse con lo que se recauda de los impuestos, el Estado tiene que endeudarse. ¿Puede una familia permitirse gastar indefinidamente por encima de lo que ingresa? Ahora si se entiende. (Continuará).