Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


Tarde de otoño en San Ildefonso

03/11/2021

Con la llegada del otoño, cumplo con una muy querida tradición personal, casi un ritual imprescindible en esta estación, la de regresar a los jardines del Real Sitio de La Granja de San Ildefonso y deambular, sin prisa, absorto en la espléndida belleza que se despliega a mi alrededor.
Sentado junto a la Fuente de las Tres Gracias, que corona la Cascada Nueva, contemplo la fachada del palacio en el que Felipe V quiso mitigar sus ataques de melancolía. Comprendo perfectamente al soberano, pues la hermosura del paisaje, el esplendor de los jardines, la íntima delicadeza que despliega la exquisita decoración de un edificio que, pese a lo que se diga, no imita a Versalles sino que evoca al castillo de Marly, donde Luis XIV se refugiaba en la compañía de sus íntimos, es capaz de sanar las heridas del alma. Mientras escribo siento la calidez del sol, que, a modo de delicado orfebre, dora las amarillentas y verdosas hojas de los árboles. De vez en cuando, una fresca brisa nos recuerda lo avanzado de octubre. El cielo, azul claro, es  indolentemente surcado por alguna algodonosa nube, mientras las peladas cumbres anhelan las primeras nieves que las recubran con su cándida túnica.
Es hermoso contemplar cómo danzan las hojas en los árboles. Algunas, más atrevidas, inician un rítmico vuelo que las conduce a las mansas aguas de las fuentes, que, en el silencio, apenas interrumpido por una horda de turistas anglófonos, narran las viejas historias de los dioses del Olimpo. Llegado al estanque de El Mar, observo las montañas cubiertas de masas verdosas de pinos, entre las que serpentea el marrón de la vegetación brotada sobre las cenizas del último incendio, en un mensaje esperanzador de renacimiento. El rumor de la cascada que vierte sus espumantes aguas sobre las oscuras del estanque es melodía que arrulla mientras la vista se exalta con los fulgores de los árboles caducifolios, en los que las hojas, a punto de desprenderse, destellan en un dorado intenso que contrasta con el verde refulgente y ambarino de las que aún se aferran a la rama que les alimenta y vivifica.
Sentado, de nuevo, junto a la Fuente de Andrómeda, recuerdo el relato mítico. Perseo, a punto de acabar con el monstruo marino Ceto, al que muestra la mortífera cabeza de Medusa, convirtiéndolo en coral, es asistido por Atenea, mientras unos amorcillos tratan de liberar a la hija de la soberbia Casiopea, culpable de su trágico destino. Me pregunto cuántos de nuestros estudiantes, a los que el desastre educativo priva del conocimiento de la gran tradición humanística, podrían descifrar lo que muestra el espléndido conjunto.
La tarde avanza. Cae el sol, desciende la temperatura. Es momento de abandonar los jardines, no sin antes echar una mirada cómplice a Dafne que escapa, entre los parterres, de Apolo. Tañen las campanas de la Colegiata. Embebido de belleza, retorno.