Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Castilla-La Mancha

01/03/2021

A diferencia de otras muchas comunidades autónomas, Castilla-La Mancha carece de entidad propia. El modo en que se gestó dice ya mucho de esa carencia constitutiva. Los jóvenes apenas lo recuerdan, pero convendría que lo supieran. De las cinco provincias que conformaban Castilla la Nueva, lo lógico es que Guadalajara, Toledo y Cuenca (además de Segovia y Ávila) se hubieran erigido en la gran comunidad del Centro junto a Madrid. Todas ellas habrían salido muy beneficiadas económicamente. Pero, ¡ay!, había que contar con las apetencias políticas, y en ese aspecto, nadie quería ser absorbido por la Capital.
Ese fue el motivo por el que unos cuantos políticos ambiciosos (por más que algunos como el propio José Bono no lo tuvieran muy claro) eligieron Toledo (mucho nombre, mucha historia, pero que no pasaba de ser un gran poblachón) y, junto a él, Ciudad Real, cuya única salida era asimismo Madrid. Estas dos provincias necesitaban perentoriamente compañeros de viaje para alcanzar una cierta entidad. Primero convencieron a Cuenca, que apenas tiene que ver con La Mancha. Los políticos de la UCD y del PSOE, fomentando la tradicional antipatía de Albacete hacia Murcia, se allegaron esta provincia, que, como por ensalmo, pasó a depender de Toledo en vez de Madrid, incurriendo en un gravísimo error que habría de pagar. Y Guadalajara, con su Alcarria, que nada tiene que ver con La Mancha; provincia que, la misma tarde en que se votaba la nueva configuración de España, no tenía aún claro lo que iba a hacer, y que de buenas a primeras, y viendo que se quedaba sola, se adhirió a esa amalgama que dio en llamarse Castilla-La Mancha.
De ese modo quedó desmembrada y troceada la vieja Castilla, ante el encanto de Cataluña, perfectamente asentada, y Euskadi, que sí sabían lo que querían. Albacete, que dio dos de sus presidentes, José Bono y María Dolores Cospedal, quedó desde el principio como una rémora, y poco a poco fue perdiendo justamente lo que la caracterizaba y lo que le había hecho crecer y adquirir identidad propia, y que no era otra cosa que el ser un cruce de caminos, una ciudad de encuentro, entre Levante, Andalucía, Murcia y Madrid.
Era de esperar que el propio Gobierno regional y las nuevas instituciones nacientes como la Universidad contribuyeran a generar un clima de unidad, gestando una nueva idiosincrasia, de tal modo que los viejos límites provinciales se fueran diluyendo en pro de una nueva mentalidad. Pero no sólo no fue así, sino que, desde el principio, se vio que la nueva comunidad se iba a regir por la ley del más fuerte, yendo de continuo a la greña entre las provincias, viendo quién sacaba el mejor bocado,  constituyéndose dos bloques de poder, el político –Toledo–, que cambió en muy pocos años la faz de esa ciudad levítica que tanto sorprendiera, negativamente claro, a Maurice  Barrès; y el universitario –Ciudad Real–, con una serie de rectores que entendieron que el mejor modo de dirigir la Universidad era el de divide y vencerás.
Por más que el día de la Región fuera rotando de año en año, la dependencia burocrática toledana ha impuesto su ley, generando un malestar que se ha hecho patente en Guadalajara, en Cuenca – con ese esperpento de AVE que se queda a diez kilómetros de la capital– y no digamos en Albacete, cuyas quejas soterradas en materia empresarial, sanitaria, universitaria y de comunicaciones, hacen que sean cada vez más los que, lamentando aquella triste resolución que lo alejó de Levante y de Murcia (en definitiva, del mar, que es siempre apertura), sueñe con un despegue de una comunidad autónoma que no ha hecho más que empobrecerlo.
Parece que el señor García-Page, consciente del abandono y haciéndose eco de las críticas cada vez más airadas, intenta, con miras a las próximas elecciones, lavar su imagen, haciendo que Albacete recupere su papel como cruce de caminos. Pero ya conocen el viejo dicho: Mucho tiene que correr un númida para coger a un romano.