Bienvenido Maquedano

La espada de madera

Bienvenido Maquedano


Hoy se respira mejor

29/10/2019

Este año se ha adelantado Halloween. No mucho, poco más de una semana. Hace varios días que se ven calabazas en las puertas de las casas, que las cristaleras de las tiendas se han emborronado con esqueletos y fantasmas pintados a brochazos, que las pastelerías han reservado un buen lugar en los mostradores para los dulces morbosos. De cuando en cuando, te cruzas con un niño con la cara muy pálida y las ojeras muy oscuras y algo sanguinolento asomándole en la comisura de los labios. Nada de esto da miedo. El miedo es más complejo.
Tía María la Mona tenía un patio grande donde almacenaba esas cosas que nunca encuentran el camino del vertedero. En un rincón se apilaban cartones que ya no servían ni para encender la chimenea. Durante mucho tiempo la dejadez, o vete tú a saber qué, había retrasado la limpieza del lugar. Por fin, tía María decidió que aquello no podía seguir así eternamente y nos prometió una merienda a los críos que rondábamos por allí si le despejábamos la basura. Y nos pusimos a la tarea. Y quitamos los cartones podridos. Y entonces salieron las cucarachas por centenas, negras, rápidas, asustadas por encontrarse cara al sol. Y nosotros empezamos a aplastarlas a pisotones, con la confianza que da saber que un zapato es más poderoso que un insecto, en un afán inaudito de salubridad. Estábamos oxigenando el patio de la tía María y acabando con el miedo que ella sentía al imaginar lo que podría haber debajo de los cartones.
Al miedo a morir en el frente de la Guerra Civil le siguió el terror a ser asesinado en la posguerra. A los muertos en las trincheras se sumaron los ejecutados en las tapias de los cementerios, en las cunetas de las carreteras o en las riberas de los ríos. España se convirtió en un contenedor de tumbas sin nombre, en una tarta de despojos coronada por la guinda del Valle de los Caídos donde reposaba el responsable de todo. Si el miedo se deja macerar se disfraza de pereza, y la pereza se acomodó en el palacio de la Moncloa hasta el pasado jueves. Ese día se abrieron las puertas de la basílica de Cuelgamuros, con un silencio fantasmal y una lentitud cinematográfica que creaba la sensación de que la momia del monstruo saldría andando, envuelta en raídas banderas victoriosas para reinstaurar el terror de antaño. Entonces asomó el ataúd, insignificante como el ratón de la fábula. Y tras la inevitable vaharada de podredumbre, los temores se disiparon y se dejó notar una clara mejoría en la calidad del aire. Imagine lo bien que respiraremos cuando se exhumen los millares de tumbas anónimas que aguardan su turno.