Lo malo que tienen los virus, además de su genética capacidad destructiva, es que no distinguen ni se comportan con lógica humana. Se mueven con la suya particular, cuyo único principio es la supervivencia. Sobrevivir a costa de lo que sea. Puedes ser rico, alto, bajo, intelectual, entrañable. Nada les detiene, salvo las vacunas. Lo cual contrasta con nuestro comportamiento irresponsable. Sobre la Covid-19 proyectamos nuestras pautas de conducta, nuestros deseos, nuestros cálculos mezquinos. Respetará las fiestas, las vacaciones, los intereses económicos de los restaurantes, bares o comercios, se adaptará a nuestras neurosis, etc. Y no. La Covid 19 se rige por su dinámica, incluso se hace invisible, asintomático, para lograr mayores niveles de ocupación invasora. Un caso excepcional que se produce una vez en la vida. Este elemento, grosero y brutal, se ha llevado por delante a Manuel Santolaya, un hombre sensible y afable. Educado, culto, sensitivo, tímido, pero siempre amigable. Uno más, de entre los buenos, que desaparece del tapiz de una época.
Manuel Santolaya había hecho muchas cosas -ver el texto del blog hombredepalo- y había soñado con otras varias. Entre la realidad y los sueños se situaba rescatar a la ciudad de Toledo de su desidia. Una desidia de siglos. Durante la última mitad del siglo XVII se empezaron a amontonar las ruinas de la grandeza desaparecida. Continúo el derrumbamiento durante el siglo XVIII y se acentúo con la presencia de los invasores franceses en los inicios del XIX. Las huellas que dejaron fueron feroces. Ya, en decadencia absoluta, Toledo se convirtió en lugar para románticos, para turistas ansiosos de experiencias exóticas o intelectuales en crisis en busca de un alma perdida. La realidad se encogió y su extenso pasado desapareció. Manuel Santolaya se propuso revertir esa historia y rescatar del olvido cuanto fuera posible.
Una obsesión suya consistió en recuperar el lugar conocido como Corral de don Diego. La propia denominación nos hizo creer que aquel espacio carecía de valor. Santolaya sabía que era un lugar con un perfil arquitectónico y paisajístico inusual. Y lo podría haber sido más, sí al conjunto no se le tratara como si fuera un corral. Se propuso como objetivo central salvar lo que pudiera, sin importarle el tiempo ni la falta de recursos. ¿Quién iba a pensar en una pandemia ciega? Manuel Santolaya, el menos Santolaya de los santolayas, se ha ido con su mirada tierna, dejando pendiente ese y otros miles de sueños.