Pedro Carreño

La Ínsula

Pedro Carreño


La aguadora

19/07/2022

Aquel verano de 1808, una servidora era una jovencita manchega algo despreocupada, y que suspiraba por ver el mar. Para remediarlo, mis padres -con algo de posibles- me enviaron a Cádiz, a casa de unos parientes. De paso, y esto nunca me lo dijeron, ver si enganchaba con alguno de mis pudientes primos gaditanos.
La empresa no fue exitosa, porque los familiares no eran de mi total agrado. Así que, después de disfrutar del mar durante la primera quincena de julio de aquel infausto año, simulé tristeza y decidí regresar a mi pueblo de La Mancha, donde ya le había yo echado el ojo a un buen mozo que si me hacía cosquillas en el estómago.
De subida por Andalucía, el carruaje en el que viajaba hizo noche en Bailén. Al llegar a la posada, me llamó la atención la ausencia de hombres. Pregunté por qué, y una mujer me dijo: «mi arma, ¿no lo sabes? Todos están en el campo para darles mañana matarile a los gabachos, que están acampaos por aquí cerca».
Estaba cansada y me fui a la habitación. A eso de las 5 de la madrugada, comencé a oír cañonazos, y me quedé acurrucada en una esquina, rezando y pensando qué sería de mí. El sueño me venció hecha un ovillo al lado de la cama, hasta que me desperté sobresaltada pocas horas después, cuando un grupo de mujeres del pueblo entró en la habitación para requerir mis brazos.
Una me gritó con una cólera incontenible: «Chica, coge el cántaro y llénalo de agua. Hay que dar de beber a nuestros hombres que se están desangrando. Las gaditanas dicen que se van a hacer tirabuzones si las cañonean. Nosotras no somos menos».
La voz y la mirada imperativa de aquella paisana no dejaba hueco ni a dudas, ni a preguntas. Cogí un cántaro y, junto con un centenar de mujeres de distinta edad, cruzamos a esas infernales y abrasadora horas el campo jienense para llevar agua a los hombres que, sin apenas formación militar, se medían sin dudarlo con el mejor ejército del mundo.
Lo que vi bajo aquel sol infernal, es imposible de describir. Recuerdo pisar charcos de sangre, los gritos de los moribundos y el silbar de los cañonazos por encima de mi cabeza. Las que pudimos, llegamos a primera línea. Allí estaban nuestros garrochistas, batiéndose de manera desigual con los terribles coraceros del Emperador.
Nos vieron llegar y se tiraron a por los cántaros. Saciaron su sed y se lanzaron con más rabia renovada sobre los franceses, asfixiados por el metal de sus corazas y sin una gota de agua. Fue su perdición y su derrota.
Al girarme para ver la batalla, una bala perdida me partió el pecho y caí muerta. El último recuerdo que tengo de la vida es el rostro de una mujer que me susurró: «olé tus narices, niña. Me llamo María Bellido. Descansa». La mujer cogió mi cántaro y se fue a dar más agua a los enfurecidos españoles.
Todos los 19 de julio, como hoy, mi alma vuelve a Bailén. También a la conciencia de José Casado del Alisal, el pintor de aquella batalla. Digo a la conciencia porque siempre le recuerdo que, en su obra, no aparece ni una sola aguadora.
El cuadro lo terminó de pintar en París, y no está del todo claro quién fue el derrotado. Curioso.

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