Si hiciésemos referéndums para resolver cualquier disputa vecinal, como hacen por ejemplo los suizos, estaría bien hacer uno sobre si vacunamos o no a la selección. A mí el fútbol no me interesa nada, pero votaría a favor de inmunizarlos, aunque sea mal y tarde. Ya les digo que habría votado con mucha más decisión incluso a favor de empezar la campaña de vacunación con el presidente del gobierno, el consejo de ministros -el primero, el de Sanidad-, los presidentes autonómicos y sus gabinetes, así como al reducido grupo de técnicos y funcionarios sobre cuyos hombros ha recaído la gestión de la pandemia.

En un proceso donde se van a vacunar a millones de personas, utilizar criterios exclusivamente sanitarios y de exposición es una catetada que nos parece normal porque décadas de populismo televisivo nos han roído las entendederas. Proteger a quienes toman las decisiones importantes es tan de sentido común que parece mentira que haya que argumentarlo. Por muy mal que nos caiga Fernando Simón, es más importante protegerlo a él y a su diminuto equipo en el Centro de Alertas y Emergencias Sanitarias (CAES) que por ejemplo a mí, que no tengo ningún papel importante en todo esto.
Vacunando a quienes mandan habríamos ayudado además a enviar un mensaje de confianza a millones de personas que recelaban (algunas siguen recelando) de estas o aquellas vacunas. Supongo que cuando se declare la próxima guerra mundial al búnker del Estado Mayor irán primero los ancianos y los niños. Y que en la pizarra de maniobras militares proyectarán un capítulo de Pocoyó para animar las tardes.